Me di cuenta de pertenecer en adelante a aquellos que "han turbado el sueño del mundo", según la expesión de Hebbel, no pudiendo ya esperar objetividad ni consideración algunas. Más como mi convicción de la exactitud general de mis observaciones y conclusiones iba siendo mayor cada día, y no carecía tampoco, precisamente, de valor moral ni de confianza en mi propio juicio, no podía ser dudosa mi resolución. Me decidí, pues, a creer que había tenido la fortuna de descubrir algo de singularísima importancia, y me dispuse a aceptar el destino enlazado a tales descubrimientos.
Este destino me lo representaba en la siguiente forma: El positivo resultado terpaéutico del nuevo procedimiento me permitía subsistir, pero la ciencia no tendría durante mi vida noticia alguna de mí. Algunos decenios después de mi muerte tropezaría, inevitablemente, otro investigador con aquellas cosas rechazadas ahora por inactuales, conseguiría su reconocimiento y haría honrar mi nombre como el de un precursor necesariamente desgraciado. Entre tanto -Robinson en mi isla desierta- me las arreglé lo más cómodamente posible. Ahora, cuando desde la confusión y el barullo del presente vuelvo la vista hacia aquellos años solitarios, se me aparecen estos como una bella época heroica. Mi de entonces presentaba sus ventajas y sus encantos. No tenía que leer obligatoriamente nada ni escuchar a adversarios mal informados; no me hallaba sometido a influencia ninguna ni había nada que me forzace a apresurar mi labor. Durante este tiempo, aprendí a domar toda inclinación especulativa y a revisar -según el consejo de mi maestro Charcot- una y otra vez las mismas cosas, hasta que comenzacen por sí mismas a decirme algo.
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