jueves, 14 de abril de 2011

El diván virtual


¿Es el mundo incomprensible?

Viendo o sufriendo lo que pasa con la guerra y destrucciones de la naturaleza, nos apesadumbramos, también podemos llegar a concluir que nos ha tocado vivir una de las peores épocas. Creo que sólo podemos pensar de esta forma si no nos hemos asomado a la historia, que nos muestra que la humanidad a través de su existencia se ha debatido siempre entre estos males. Seguramente la razón que impulsó a Albert Einstein en mil novecientos treinta y tres, a escribirle a Freud para hacerle la siguiente pregunta: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las psicosis del odio y la destructividad?

Una pregunta muy pertinente, como si supiera lo que se avecinaría seis años después, ese horror de la Segunda Guerra Mundial donde los dos, el que preguntaba y el que debía responder, estarían totalmente involucrados porque su raza sería el detonante de una destrucción que todavía no se asimila.

Es que los seres humanos somos capaces de las más grandes virtudes y también de las mayores equivocaciones. Lo estamos viendo en lo ocurrido en Japón, un país que debido a su pujanza pudo construir grandes plantas de energía que dan mayor calidad de vida, pero que al mismo tiempo pueden ser causantes de grandes desgracias. Es la versatilidad que caracteriza al hombre, ser de la naturaleza que piensa y es capaz de transformarla, pero también está a merced de ella. Una realidad a la que sólo queda someterse y remontarse sobre el dolor para seguir viviendo.

Y no siempre es la naturaleza, en otras es el mismo hombre. Freud en la respuesta que le dirige a Einstein, se excusa si su respuesta lo defrauda pues sólo puede explicarlo a través de las pulsiones de vida y de muerte, y de cómo ellas viven en nosotros y son dominadas para construir la cultura. Una dominación que no alcanza, sobre todo en la de muerte que cada cierto tiempo aparece con toda su fuerza, casi tan brutal como la de la naturaleza para destruir y arrasar. Algo que es más difícil asimilar, sobre todo porque esperamos que la razón nos guie bien, ilusión vana dice Freud, además excusándose de que su explicación no sea muy alegre.

Una alegría que no cabe, no porque quiera ser pesimista, más bien una posición realista que además ayuda para que frente a las adversidades estemos advertidos, y no sufrir más de lo necesario. Sobre todo entendiendo que hay una disposición innata y no eliminable entre los seres humanos para distribuirse entre los que conducen y los que son conducidos, siendo estos últimos la inmensa mayoría. Una mayoría a veces conducida por líderes donde lo que prima es la voluntad de poder, no para inventar, construir y mejorar, sino de un poder que se vuelve ciego y es acatado por los seguidores en una identificación que destruye.

Es así como se mueve la historia, que desde sus inicios muestra que en su origen el derecho fue violencia bruta y hoy todavía no puede prescindir de apoyarse en ella. Algo de lo que seguramente no podemos alegrarnos, tampoco negarlo, porque nos ayuda a reflexionar para tratar de entender el mundo en que vivimos y, aunque nos sigamos asombrando ante tanto desafuero humano y calamidad natural, tener las fuerzas para soportar lo que nos toca en suerte y, sobre todo, cuando tenemos la posibilidad de gozar de las cosas bellas, que la vida también nos ofrece, saberlas apreciar en lo que valen.

Seguramente quisiéramos que el mundo fuera mejor, algo en lo que Einstein en su ética insistía, de ahí su pregunta a Freud. Sin embargo, sabemos que después, sus descubrimientos en física llevaron a la construcción de la bomba atómica que aportó a la guerra la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, ni asomo de lo que él, pacifista, hubiera deseado. Es que la manera como se mueve el mundo, a veces se muestra incomprensible y por lo tanto, nada predecible.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Marzo 26 de 2011 

martes, 12 de abril de 2011

miércoles, 6 de abril de 2011

Seminario. Clase seis


La metáfora paterna y lo que representa la ley

La clase anterior habíamos propuesto dejar entrar nuevamente a la literatura con la lectura de un cuento, que nos permitirá dar un poco más de consistencia a la dialéctica de la privación, frustración y castración. También un recorte del seminario La Psicosis nos permitirá entender por qué la literatura siempre es nuestra aliada, allí encontramos la palabra articulada, historizada. Dice Lacan:

La gente cree que nos es preciso restaurar totalmente lo vivido indiferenciado del sujeto, la sucesión de imágenes proyectadas sobre la pantalla de lo vivido por él para captarlo en su duración, a lo Bergson. Lo que palpamos clínicamente nunca es así. La continuidad de todo lo que un sujeto ha vivido desde su nacimiento nunca tiende a surgir, y no nos interesa en lo más mínimo. Lo que nos interesa son los puntos decisivos de la articulación, de la historia, pero en el sentido en que uno dice la Historia de Francia […]Tal día, Mademoiselle de Montpensier estaba en las barricadas. Quizás era pura casualidad, y no tenía mayor importancia desde cierto punto de vista. Pero lo seguro es que sólo eso queda en la Historia, estaba ahí, y se le dio a su presencia un sentido, verdadero o no. En el momento mismo, por cierto, el sentido es siempre un poco más verdadero, pero lo que cuenta y funciona es lo que se volvió verdadero en la historia. O bien proviene de una reorganización posterior, o bien ya comienza a tener una articulación en el momento mismo[…]Pues bien, lo que llamamos sentimiento de realidad cuando se trata de la restauración de recuerdos, es algo ambiguo, que consiste esencialmente en que una reminiscencia, o sea un resurgimiento de impresiones, se organiza en la continuidad histórica.
                                                       DOROTEA Y EL GENERAL

El escándalo de golpes que azotaban las ventanas despertó muy temprano a Dorotea. Se imaginó que el invierno comenzaba nuevamente de improviso, aunque hubiera preferido que las lluvias se acercaran como llegaba diciembre, suavecito, suavecito. Humildemente. Porque desde hacía unos meses, cuando sacaron su cama de la alcoba de sus padres, todo le causaba suspicacia. Especialmente los ruidos. Por eso se quedó inmóvil y supuso lo mejor. Un aguacero. La negrura de las nubes que invadía la ciudad, esa multitud de grises que cambiaban los tediosos días soleados por crepúsculos propicios al placer de recluirse. Claro que a los siete años era casi una presidiaria pues su infancia transcurría entre los muros de la casa. Sin embargo, Dorotea se entretenía, se pasaba largas horas contemplando las figuras estampadas sobre las lozas del baño. Eran cuerpos enredados que le daban una rara ofuscación, y que ella cubría de negro con el lápiz para cejas de su madre. También amaba correr por el gran patio; aunque la lluvia temprana ya lo habría empantanado y hasta Bandolero, el dálmata, su amigo incondicional, estaría seguramente condenado a su refugio en el portón. Y pensó en su General y se cubrió con la almohada la cara de delincuente, y se puso a fantasear y se destejió la trenza y se alisó la batita por debajo de la sábana. Todavía no clareaba así que se levantó, se hizo al pie de la ventana y suspiró con deseos de que el agua les cayera por semanas. Todos estarían en casa.

Escuchó sonar el chorro de la ducha y esperó que oliera a sándalo, y adentrándose en un trance se dirigió sigilosa hasta la puerta del baño que quedaba en un rincón del corredor. Él la dejaba entreabierta para ella. Para que ella se asombrara con su cuerpo así como se asombraba con los cuerpos que adornaban las baldosas. Y cuando estaba lloviendo como no existían apuros por salir, él ejecutaba un rito que hacía mella en el candor de Dorotea: se secaba despacioso con la toalla y se excedía pacientemente en el cuidado de sus manos absolutas, y ella agradecía a las lluvias por haber neutralizado los relojes, y disponer de más tiempo y más penumbras para ver caer un hombre y levantarse un General. Venir de menos a más, y para ella. Porque entre ambos había un vínculo indestructible, sólo ella en la familia se llamaba Dorotea, un nombre sin diminutivo, un nombre que estaba hecho para ser articulado por la voz de un militar.

Lo vio ponerse con calma su uniforme de etiqueta. La camisa verde claro, el pantalón, las medias y los zapatos, los guantes y el cinturón. La corbata la ajustó con un nudo magistral. Lo vio erguirse, extraordinario, al momento de lucir la guerrera verde oliva con las divisas bordadas de canutillos dorados. Luego se enfundó la gorra tachonada con estrellas. Y mientras se engrandecía, la miraba jactancioso como esperando un aplauso, y ella dejaba entrever que lo estaba ovacionando cuando palpaba coqueta la rosita que adornaba su piyama. Se engalanaba sin duda para ella, porque la lluvia arreciaba y quedarían recluidos en la casa.

Al terminar de arreglarse, el padre fue terminante con la orden de calzar a Dorotea que caminaba descalza. Gritó para que atendieran a esa niña resabiada que estaba adquiriendo el vicio de esconderse tras las puertas de los baños, y de echarse en los rincones como hacía Bandolero. Y cuando él besó a su madre y se marchó, Dorotea lo vio borrarse con la lluvia, venirse de más a menos a pesar de que aún llevaba su traje de General, y que el sol del verano imprimiera una apariencia prestigiosa a las medallas de lata que ostentaba en su guerrera.
Vemos a Dorotea en un recorte de su historia. En pleno imaginario, ella ha construido todo un idilio y se supone correspondida, elegida, designada. Cada gesto de él lo interpreta a su manera, efectos de la significación. Hay allí un objeto simbólico, ese padre imaginario que ella engalana, que dará lugar a la privación al escuchar sus palabras, borrándose con la lluvia y venirse de más a menos, padre real que al hablar hace caer ese objeto imaginario. Frustración, daño imaginario, y objeto real, presentificado especialmente en su gesto hacia la madre que la pone fuera de escena. Pasa de más a menos, y no precisamente el general, sino Dorotea.

Y seguramente un momento doloroso, como siempre que cae un objeto imaginario por efectos de la castración, pero lo sería más si no cayera, porque ahora Dorotea puede dejar de ver tanto canutillo y estrellas y saber, que es el sol el que imprime apariencia prestigiosa a las medallas de lata que se ostentan en guerreras.

Dorotea y el General. Cuento de Berta C Ramos.  
Imagen: Obra de Renoir

lunes, 4 de abril de 2011

El diván virtual

¿Insomnio?

El insomnio, mal de muchos, a veces esporádico, a veces constante. Una dificultad para descansar, para perderse en el sueño, ese aliado oscuro y grato que nos permite desentendernos del mundo. Una necesidad del cuerpo, natural y placentera que a veces se vuelve esquiva, y lo peor es que no sabemos por qué, sólo lo padecemos.

Lo conocemos en el silencio que alarga las horas, que al pasar, también las acorta porque sabemos que la noche se acaba y no se podrán recuperar. Un tiempo para pensar, que seguramente no da lugar a cavilaciones serenas sino a la reiteración de lo que no se ha hecho y hay que hacer, de lo que se dijo y no se debió decir, de lo que se debe y no se ha pagado. También exacerba las penas, lo que dolió y todavía no tiene cura.

El insomnio aunque frecuente no es algo natural, es una anomalía de una de las necesidades básicas del ser humano, es la razón de que se cuente con recursos artificiales para superarlo, pastillas que cumplen su función y permiten cierto reposo. Pero intuimos que nos pueden aliviar sólo por un tiempo, porque algo nos dice que lo que anda mal va más allá del cuerpo.

A veces sabemos a qué se debe, como en los que no pueden dormir porque esperan al que no ha llegado, en la ilusión de que por estar despiertos aparecerá más pronto o, velando la seguridad del que no está, una forma de sufrir sin justa causa y una imposibilidad para desprenderse del otro con el cual se cree hacer uno. Especialmente de otro del que suponen le caerán todos los males si no está a su lado, lo que da lugar a un vértigo asociativo, o sea, asociar pensamiento tras pensamiento en lo que todo lo que aparece es trágico. Al parecer tenemos unas formas muy particulares de llenar la mente.

El insomnio tiene la particularidad de que en la noche, y en la cama, nos visite lo que dejamos inconcluso, y en la ingenuidad de suponer que allí, a esas horas y en ese lugar, nos fuera dado ejecutar acciones imposibles, nos dedicamos a un rumiar improductivo y lacerante que si pudiéramos estar al tanto de su inutilidad, seguramente guardaríamos esas fuerzas para poner en acto al otro día, lo tan urgentemente pensado.

El insomnio se puede definir como no poder conciliar el sueño y, conciliar se refiere a acordar, a transigir, a permitir. Sabemos que hay algo que no nos lo permite, y muchas veces la respuesta es el estrés, palabra que nos sirve para acomodarla a cualquier anomalía que se padece, pero que si lo pensamos bien, no resuelve nada, sólo es una forma de darle un nombre a lo que nos hace sufrir y no conocemos.

También podríamos llamarlo angustia: una incomodidad, un desasosiego, una desazón que tiene que ver con todo y con nada, malestar que habla pero no nos dice. Señales en jeroglífico que el cuerpo nos envía, ante la sordera de lo que no estamos escuchando cuando hemos pasado por alto lo que debemos enfrentar o, no estamos contentos con nosotros mismos. A veces, pérdidas olvidadas pero no elaboradas que tocan nuestra puerta a deshoras.

El insomnio, pesadilla despierta. ¿Será también un miedo a soñar? O, ¿un excesivo control? Pueden ser muchas sus razones, puede tener muchas causas, para cada uno particulares pues todas tendrán que ver con los propios miedos y angustias. Las respuestas serán del uno por uno y para cada uno, sólo queda averiguarlo.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Marzo 19 de 2011