jueves, 26 de mayo de 2011

El diván virtual


¿Valoramos lo que tenemos?

La mayoría de los vivientes de la naturaleza son depredadores, no necesitan construir una herramienta para cazar, alimentarse o defenderse. Otros pueden trepar, volar, nadar, arrastrarse o mimetizarse hábilmente para conseguir el alimento. Nacen abrigados, poseedores de envolturas propicias para tiempos inclementes.

A diferencia, nosotros los seres humanos, para guarecernos construimos moradas, para las inclemencias del clima inventamos abrigos, para alimentarnos y defendernos creamos instrumentos, para comunicarnos ideamos señales, para alimentarnos, recolectamos los alimentos. Aún para sobrevivir con nuestros desechos, debemos encontrar la forma de eliminarlos. Una serie de saberes que nos permiten la supervivencia porque somos seres de la palabra, sin lo cual sería imposible la existencia.

También, elaboramos la forma cómo debemos comportarnos para vivir en el grupo social, normas y valores que la mayoría cumple, sin lo cual la especie perecería. Algo en lo que poco pensamos y que nos lleva a olvidar lo valioso que hay en el ser humano y por lo tanto en cada uno de nosotros.

Hacemos parte de todo un montaje que hace que las cosas marchen, del que sólo advertimos su presencia cuando falla, seguramente la razón de que no lo podamos agradecer cuando funciona. En el mercado encontramos los alimentos que necesitamos, prendemos la luz y nos ilumina, abrimos el grifo y sale el agua, tenemos acceso a medicamentos cuando sufrimos una enfermedad. Beneficios, entre muchos, que nos parecen mínimos cuando los tenemos, sin pensar que hacen parte de todo un esfuerzo colectivo, para lo cual se ha necesitado todo un engranaje. Al parecer olvidamos que no es tan sencillo lograrlo.

Pasar de las señales de humo al internet, de los caminos de herradura al avión, de los fogones de leña al microondas, de la música en vivo al CD, del frio o el calor inmisericorde al aire acondicionado, de la enfermedad a la cura, entre muchos otros, nos hace creer que todo es inmediato. Es la angustia del hombre moderno que ya no sufre por la lentitud sino por la rapidez. Una instantaneidad a la que nos hemos acostumbrado, que no permite apreciar lo que se hace para obtenerla y sobre todo, la creemos infalible, volviéndose tan necesaria que su falla nos puede hacer la vida invivible.

Una vida que sería mejor si tuviéramos la capacidad de apreciar las cosas en lo que valen y valorar lo que nos ha sido dado. Si siempre tuviéramos presente que cada suceso que mueve nuestro mundo, ha tenido toda una historia y un gran esfuerzo, seríamos más partícipes, menos exigentes y más dadivosos.

La inmediatez de lo moderno nos puede llevar a exigencias donde perdemos de vista el esfuerzo que en cada acto se realiza, sin entender que lo que poseemos, se debe a acciones conjuntas en las cuales cada uno ha realizado su parte. Una la labor minuciosa y constante de aquellos que se unen para lograr lo impensable, construido día a día sobre un vacío, sobre lo que no hay pero que puede ser posible.

Valores que debemos rescatar, ya que al parecer, hasta la vida ha perdido el reconocimiento que merece en un mundo donde todo se vuelve desechable. También la capacidad de asombro para recibir las cosas buenas, dando por hecho que deben estar ahí para nosotros, desconociendo que cuando se logran, no es por arte de magia, sino que obedecen a un esfuerzo colectivo del cual, si hacemos parte sólo para pedir, la respuesta que encontraremos será que muchos de los que se han propuesto para colaborar, se queden con todo o, sólo den lo mínimo de lo que deben dar.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Abril 16 de 2011

martes, 17 de mayo de 2011

El diván virtual


¿Mucho cacique y poco indio?

Un síntoma se puede definir como: “lo que no podemos hacer, o lo que no podemos dejar de hacer”. Pensando en esto, y en la forma de ser de nosotros los colombianos, no está demás tratar de encontrar cuales son los que nos agobian para que nuestra sociedad padezca siempre los mismos males. Y es que el síntoma también se caracteriza por la insistencia, es lo que lleva a alguien a consulta porque se alcanza a dar cuenta de la repetición, de ahí que su queja sea: por qué será que me pasa siempre lo mismo.

Una pregunta que podemos trasladar al país: ¿por qué será que nos pasa siempre lo mismo? Seguramente las causas son muchas, pero hay una muy evidente que tal vez un cuento gracioso nos ayude a comprender, sobre todo si tenemos en cuenta que: “No hay nada más serio que un chiste”. Le preguntaron a un japonés quien era más inteligente entre un japonés y un colombiano, él respondió que un colombiano era más inteligente que un japonés, pero que un japonés era más inteligente que dos colombianos. Al dar sus razones dijo que uno sólo es muy inteligente pero que dos no lo son tanto, porque como nunca se ponen de acuerdo, no pueden resolver un problema.

Para seguir con los japoneses, los últimos sucesos nos dan una idea de cómo pueden dar rápidas soluciones a grandes problemas, cuando en un tiempo record lograron, después de un terremoto y un tsunami, reconstruir una carretera para descongestionar y permitir el acceso de sus habitantes a los lugares incomunicados. Para nosotros, seguramente asunto de magia, ya que cada decisión que aquí se toma, ha tenido toda suerte de discusiones apasionadas y leguleyas que la retrasan, y aún así, siempre aparece después, lo que supuestamente con ellas se había querido impedir.

Al parecer sufrimos de una desconfianza atávica que nos lleva a no poder escuchar con benevolencia al otro, a un desconocimiento proverbial de los valores del semejante que lleva a desaprovecharlos, a una incapacidad descomedida para el agradecimiento que no permite reconocer lo que ha dado para disfrutarlo. Hay más la tendencia a la crítica despiadada, a la burla sin misericordia, a vivir cazando el error, y no precisamente para resolverlo sino para mostrarlo. Mientras, los que obran como los niños sin ley, porque en su casa les permitieron siempre salirse con la suya, toman al estado y su patrimonio para seguir haciendo de las suyas.

Paradójicamente, padecemos también una tendencia desmedida a interpretar las razones de los que hacen daño, disculpando sus acciones por un hogar mal avenido, por la pobreza y muchas otras justificaciones que pueden tocar algo de la realidad, pero que al sostenerlas, se sostienen actos reprochables en los cuales, los comprometidos, se sienten excusados para seguirlos cometiendo sin que otros razonamientos puedan dar lugar a acciones diferentes.

Somos una comunidad llena de recursos y valores con una gran disposición para soportar el infortunio, a lo que al parecer, nos hemos acostumbrado. Una idiosincrasia con una gran capacidad para mirar la paja en el ojo ajeno y ceguera en el propio, lo que lleva a que los Partidos, del color que sean, se toman la palabra literal y se parten para pelear, para acusar, para culpar, no es raro entonces que se termine en la violencia. Una lógica donde colaborar para sacar adelante un proyecto queda perdido entre tanto protagonismo y ganas de figurar.

Dar soluciones rápidas a grandes problemas obedece a la magia de pensar estrategias en conjunto, política de la que carecemos bastante, lo que hace cierto también que somos: “Un país con mucho cacique y poco indio.” Una necesidad de querer estar por encima del otro, que desemboca en el ventajismo y la intolerancia. Del síntoma, lo que no se puede dejar de hacer.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barraqnuilla, Colombia. Abril 9 de 2011

sábado, 14 de mayo de 2011

El diván virtual


¿Cuál es la pregunta para la mujer de hoy?

Actualmente las ventajas para la mujer son innegables, sólo hay que repasar los libros de historia o recordar lo que nos cuentan o contaron tías y abuelas. Tampoco puede uno dejar de pensar en culturas en las que aún permanecen costumbres que muestran que su lugar, sigue siendo tema de cuestionamientos.

De la mano de los avances en derechos y demás logros de la mujer, hay uno que tiene toda su importancia y es lo relacionado a su deseo. Es sabido que hace bastante tiempo, ella era considerada una parte de los objetos de posesión del hombre, junto a sus animales y enseres. También, de ella no se esperaba que gozara, y es posible que muchas, en ese tiempo, ni siquiera lo consideraran una opción. Un tiempo de sumisión que se le atribuye al hombre, pero sabemos que es a algo más poderoso: un pensamiento cultural que mueve las acciones de todos los que estamos inmersos en él. Sin embargo, aun así, se encuentran mujeres que a través de su femineidad ocuparon un lugar en su propia vida y algunas en la historia.

Para nombrar sólo una y cercana a nuestra latitud, Manuelita Sáenz, pudo ir más allá de los preceptos exigidos. Una mujer en la que el amor y su deseo no se detuvieron ante las barreras que, para todas, eran insalvables. Algo que nos pone a pensar ya que ella logró vivir de una manera diferente en una época en la que debía estar sujeta al acatamiento de costumbres, que fue mucho tiempo después que se consideraron obsoletas. Es de resaltar que no lo hizo abogando por sus derechos, o reclamando igualdad, podríamos decir que se los abrogó sin permiso y obedeció a lo que como mujer sentía y no al rumbo que le era designado. Algo que hoy todavía y con toda la libertad ya conseguida, algunas siguen reclamando.

Y es probable que sea así porque se paso de una posición enteramente pasiva a guerrear con el guerrero, a reivindicar que estaba dominada sin salir de la dominación a su manera. Algo que actualmente y con todas las ventajas a veces no se logra, porque muchas siguen sometidas, o insistiendo en una igualdad que no existe, porque si así fuera no habría encuentro en la pareja. Y en ocasiones, lo que se encuentra son mujeres que han confundido su posición con la del hombre y comportándose como él, sólo encuentran dolor o soledad.

También es muy común leer artículos en los que se hacen defensas encendidas de la mujer, llenos de estadísticas, cifras y porcentajes para dar cuenta de cambios y avances, pero especialmente de lo que falta por lograr, donde ella supuestamente siempre es desfavorecida. Y uno se pregunta qué tan necesario es esto cuando piensa en mujeres como Gloria Valencia de Castaño y Sonia Osorio, que en estos días nos abandonaron, y a las que se les rindió un tributo merecido, seguramente no porque fueran mujeres, sino porque supieron hacerse un lugar en la cultura y en el aprecio de los hombres que conocieron y del país entero.

Una enseñanza que no se puede dejar pasar, que nos dice que la mujer cuando quiere, ellas lo lograron en tiempos más difíciles, puede ocupar el lugar que cree merecer sin necesidad de acudir a demandas desmedidas o culpabilizando al otro. Mujeres que apreciando su belleza desarrollaron también sus talentos y no se perdieron en reclamos, y a su manera, dedicaron su vida al trabajo, a sus hijos y al amor elegido. Amores no para vivir en la retaliación y en la competencia sino para construir en lo posible esa relación que, por las diferencias, a veces se hace tan incomprensible.

Una mujer con más posibilidades, la de hoy, afortunadamente, pero también la que tendría que hacerse muchas preguntas acerca de si misma en una época marcada por lo desechable y la búsqueda del goce inmediato, donde ya lo prioritario no es su libertad sino lo que sepa hacer con ella y con su propio deseo.

Escrito de IPM publicado en el periódico el Heraldo de Barranquilla, Colombia. Abril 2 de 2011

miércoles, 11 de mayo de 2011

Lecturas recomendadas


Los cursos psicoanalíticos de Jacques-Allain Miller.

Tendrían los hombres idea del amor si las mujeres no les enseñaran? En verdad, es dudoso. Para ambos sexos eso empieza con la madre. Es cierto que aquello que se da no lo es todo. También están el arte y la manera: si se considera el modo en que se hacen los regalos, puede decirse que el arte y la manera de dar valen más que dar mucho. Los japoneses son muy buenos para dar naderías rodeadas de una pompa sensacional. Me ha ocurrido recibir regalos de japoneses. Debo decir que eran de lo más exquisito, aunque fuesen naderías. También se puede pensar en esa ceremonia con la que saben rodear la producción de una taza de té. Es un gran despliegue de artificios, de maneras, de arte, para, finalmente, muy pocas cosas: un pequeño vertimiento que, gracias al arte y la manera, toma el valor de un elixir, de una quintaesencia. En el amor es igual. Si ustedes no lo rodean de una suerte de ceremonia, el pequeño vertimiento tiene un valor muy, muy relativo.

Con el alimento, es igual. A tal punto que hace unos años, al volver de Japón, hice una pequeña anorexia. Si en Kyoto los alimentan durante una semana con comidas que constan de un considerable número de platos, a cual más pequeño –donde hay una cosita escondida, envuelta, una miniatura de alimento, bocaditos, semibocados con la superficie ocupada esencialmente por el delicadísimo envoltorio–, al regreso, cuando vuelven a los churrascos, el puré, la cabeza de ternera, las pezuñas de cerdo, se dicen: Ya no puedo comer eso, y se vuelven un poquito anoréxicos. Al regresar de allí demandamos nada, encontramos que aquí todo es excesivamente pesado. En Japón se aprende a consumir nada. Es delicioso.

Esto contrasta con lo que se llamó la sociedad de la abundancia. Pero, para que esa nada tenga valor, debe venir por añadidura, debe ser un suplemento; un suplemento de nada.

En nuestras calles de la sociedad de la abundancia se multiplican los mendigos. ¡Qué figura fascinante es el mendigo! Hoy no puede hacerse su elogio: son desempleados. Es muy difícil recuperar el valor eminente que el mendigo tuvo en la historia, antes que el trabajo se volviera un valor esencial, antes que entrara en el superyó. Hubo una cultura de la mendicidad, un mito del mendigo. En el Medioevo, volverse mendigo era un recurso. Ustedes dejan todo por el amor de –por el amor de Dios, por el amor de Cristo, por el amor de una mujer–, y se van a pasear su falta por el mundo; así dan a los otros la oportunidad de hacer buenas acciones –por el amor de Dios–. Solución formidable, devenir así (por otra parte suelen ser más bien hombres que mujeres) una falta ambulante, una falta peregrina. Claro que hoy pueden caer bajo la crítica de ser una boca inútil. Hoy se trata mal a las bocas inútiles. Pues bien, es lo contrario: las bocas inútiles son muy útiles. Se consagran a hacer presente el agujero; un agujero con derechos sobre quienes tienen, sobre quienes están colmados. Es una invitación a que éstos se descompleten.

Lamentablemente, los mendigos se transformaron en holgazanes. El término holgazán [fainéant] data de 1321. Holgazán es quien hace nada [fait néant]. ¡Es formidable ser holgazán! Pero en cierto momento de la historia del buen Occidente ya no se pensó más que en poner a trabajar a los holgazanes, en extraer su fuerza de trabajo para la producción. Eso permitió convertirlos en desempleados para que los otros trabajen tanto más y por mucho menos –ese es el uso del desempleado–. Debería honrarse al holgazán. En efecto, hacer nada es angustiante. A veces, para librarse de la angustia, uno hace algo, no importa qué; se mueve, se agita.

Tomo estos atajos para hacer el elogio de algo que las mujeres han logrado en Occidente: que los hombres respeten la nada. No lo lograron tanto en Japón, pero sin duda no lo necesitaban, pues allí todo el mundo respeta la nada. En Occidente lograron, en el curso de una larga elaboración del amor, que los hombres respetaran la nada. Piensen en ese momento distinguido por Lacan, el del amor cortés. Un retoño del amor cortés es el preciosismo. Floreció en el siglo XVIII, especialmente en Francia, donde se vieron las mayores expresiones de esa gigantesca empresa de educación del hombre por parte de las mujeres. Además, en el siglo XVIII el gusto mismo se convirtió en un problema teórico. Se indagó cómo hacer para que las maneras se refinaran y que, en vez de caer sin vueltas sobre el objeto de la necesidad, se empezara a hacer lo que villanos y toscos llamarían zalamerías.

El cortesano es una forma pulida del caballero. Su aparición estuvo vinculada con el crecimiento del Estado, que exigió dejar en la puerta la lanza, la espada, la armadura. Hoy en día, curiosamente, en algunas culturas se observa cierta renuncia femenina. El feminismo, en las formas estridentes que a veces toma en Estados Unidos y que quizá nos llegarán de allí, el feminismo valeroso, guerrero –ellas son las que toman la lanza, la espada y la armadura–, está quizá fundado en una decepción, la de que el hombre sigue siendo un burro, es radicalmente ineducable, y para que se comporte tal vez haya que amenazarlo sin cesar con las iras de la ley. En Francia y entre los latinos todavía es diferente. Para una mujer, sigue siendo esencial el signo de amor.

Ella busca el signo de amor en el otro, lo espía. Quizás a veces lo inventa. El signo de amor es tan frágil, tan fugaz, que hay que hablar de él con todos los miramientos. El signo de amor es a la vez mucho menos y mucho más que la prueba de amor. La prueba de amor siempre pasa por el sacrificio de lo que se tiene, es sacrificar a la nada lo que se tiene, mientras que el signo de amor es una nadería que se marchita, que decae y se borra si no se la trata con todos los miramientos, si no le testimonian todas las consideraciones.

“¿Estás aquí?”

Lacan distinguió entre la demanda simple y la demanda de amor. La demanda simple ya tiene un efecto de significantización de la necesidad; más allá, la demanda es demanda de amor, es decir, demanda de nada o “demanda incondicional de la presencia y de la ausencia”, como dice Lacan en “La dirección de la cura y los principios de su poder”. ¿Por qué demanda “de la ausencia”? La presencia es el puro llamamiento a que el Otro esté y dé signos de su presencia; que al menos diga que está, que dé signos de su existencia; que responda, pues, al llamamiento, o que llame para decir simplemente: “Aquí estoy”. Ahora bien, que el Otro diga “Aquí estoy” por cierto sólo tiene su valor extremo, vital, si no está. Es en ese caso cuando en verdad vale algo. Si el Otro está aquí, dándoles la mano, y ustedes son muy sofisticados, pueden aún demandarle: “¡Dime que estás aquí!”; sobre todo si el señor que les da la mano es un obsesivo, que justamente piensa en otra cosa. Podemos entonces exigir “¿Estás aquí?” aun en presencia del Otro. Pero en fin, el hecho de que diga “Aquí estoy” tiene su valor vital cuando él no está. Por eso Lacan, en su Seminario XX, decía que la carta de amor tiene una función eminente en el amor. En general, solo se envía una carta a alguien que precisamente no está. En todo caso, es el testimonio de un tiempo en el que el Otro no estuvo, hasta ese instante en el que se redacta la carta. La ausencia del Otro es también la mía, y toda carta de amor dice: “Tú no estás aquí” y, en tu ausencia de mí y en mi ausencia de ti, estamos juntos, estás conmigo. También existe el teléfono. A veces un llamado telefónico se torna estrictamente equivalente al don del amor.

Entonces, por un lado la demanda, y por el otro la demanda de amor. Está la demanda que tiene algo por objeto, es decir, la demanda del objeto de la necesidad –tengo hambre, tengo sed, etcétera–: allí el objeto, aunque pase por la demanda que lo significantiza, es algo. Y está la demanda de amor, que apunta radicalmente a la nada –un simple signo, una nadería–. En la conjunción entre la demanda y la demanda de amor, está el deseo. Si el objeto en la demanda es algo, y en la demanda de amor es nada, el objeto del deseo es como una amalgama entre algo y nada. Lo que Lacan llamará objeto a –y se hará célebre– es el significante de algo en conexión con nada. Si la demanda de amor apunta a la nada, en asuntos del deseo no puede desatenderse la insistencia de algo –algo absolutamente particular–. Además, en el amor es esencial la relación con el Otro, que distribuye los signos de amor y del cual se espera el signo de amor, mientras que el deseo se sustrae de esta relación con el Otro. El deseo tiene más bien relación con algo en el Otro, y por eso puede ser angustiante.

El deseo, según la fórmula que Lacan propondrá en el Seminario XI, involucra en ti algo más que tú: involucra en el Otro un elemento no conocido por el Otro mismo, que pertenece a la intimidad más reservada del Otro, una intimidad incluso no conocida por ese Otro. Por eso propuse utilizar, para esa zona del Otro, el término “extimidad”. Mientras que el amor depende de los signos del Otro, el deseo está enganchado, estimulado por algo desapegado del Otro. A eso se debe que Lacan, tras haberlos construido en continuidad, se vea llevado a oponerlos. Lo hará bajo una forma dialéctica, marcando que en cierto modo el amor y el deseo tienen la misma estructura, que en el deseo se reencuentra lo incondicional de la demanda. Para articularlos, Lacan dice que hay como un trastrocamiento en el que lo exigido en el amor, lo sin-condición del amor, se invierte. En el amor, el sujeto está sometido al Otro, pero en el deseo lo incondicional se invierte. Si el amor está ligado al Otro, el deseo está ligado a algo desapegado de este Otro, algo que Lacan llamará la causa del deseo.

Con la causa del deseo, el sujeto ya no queda sujeto al Otro. A este respecto, el deseo es una relativa emancipación respecto de los signos de amor. Un deseo decidido –puede reprochársele– no siempre se preocupa demasiado por los signos de amor. Pero eso no está bien. Hay que saber que el deseo decidido no excusa todo. A deseo decidido, amor tanto más cortés.

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Tomado del psicoanalistalector. Blog de Fernando Peusner