miércoles, 6 de abril de 2011

Seminario. Clase seis


La metáfora paterna y lo que representa la ley

La clase anterior habíamos propuesto dejar entrar nuevamente a la literatura con la lectura de un cuento, que nos permitirá dar un poco más de consistencia a la dialéctica de la privación, frustración y castración. También un recorte del seminario La Psicosis nos permitirá entender por qué la literatura siempre es nuestra aliada, allí encontramos la palabra articulada, historizada. Dice Lacan:

La gente cree que nos es preciso restaurar totalmente lo vivido indiferenciado del sujeto, la sucesión de imágenes proyectadas sobre la pantalla de lo vivido por él para captarlo en su duración, a lo Bergson. Lo que palpamos clínicamente nunca es así. La continuidad de todo lo que un sujeto ha vivido desde su nacimiento nunca tiende a surgir, y no nos interesa en lo más mínimo. Lo que nos interesa son los puntos decisivos de la articulación, de la historia, pero en el sentido en que uno dice la Historia de Francia […]Tal día, Mademoiselle de Montpensier estaba en las barricadas. Quizás era pura casualidad, y no tenía mayor importancia desde cierto punto de vista. Pero lo seguro es que sólo eso queda en la Historia, estaba ahí, y se le dio a su presencia un sentido, verdadero o no. En el momento mismo, por cierto, el sentido es siempre un poco más verdadero, pero lo que cuenta y funciona es lo que se volvió verdadero en la historia. O bien proviene de una reorganización posterior, o bien ya comienza a tener una articulación en el momento mismo[…]Pues bien, lo que llamamos sentimiento de realidad cuando se trata de la restauración de recuerdos, es algo ambiguo, que consiste esencialmente en que una reminiscencia, o sea un resurgimiento de impresiones, se organiza en la continuidad histórica.
                                                       DOROTEA Y EL GENERAL

El escándalo de golpes que azotaban las ventanas despertó muy temprano a Dorotea. Se imaginó que el invierno comenzaba nuevamente de improviso, aunque hubiera preferido que las lluvias se acercaran como llegaba diciembre, suavecito, suavecito. Humildemente. Porque desde hacía unos meses, cuando sacaron su cama de la alcoba de sus padres, todo le causaba suspicacia. Especialmente los ruidos. Por eso se quedó inmóvil y supuso lo mejor. Un aguacero. La negrura de las nubes que invadía la ciudad, esa multitud de grises que cambiaban los tediosos días soleados por crepúsculos propicios al placer de recluirse. Claro que a los siete años era casi una presidiaria pues su infancia transcurría entre los muros de la casa. Sin embargo, Dorotea se entretenía, se pasaba largas horas contemplando las figuras estampadas sobre las lozas del baño. Eran cuerpos enredados que le daban una rara ofuscación, y que ella cubría de negro con el lápiz para cejas de su madre. También amaba correr por el gran patio; aunque la lluvia temprana ya lo habría empantanado y hasta Bandolero, el dálmata, su amigo incondicional, estaría seguramente condenado a su refugio en el portón. Y pensó en su General y se cubrió con la almohada la cara de delincuente, y se puso a fantasear y se destejió la trenza y se alisó la batita por debajo de la sábana. Todavía no clareaba así que se levantó, se hizo al pie de la ventana y suspiró con deseos de que el agua les cayera por semanas. Todos estarían en casa.

Escuchó sonar el chorro de la ducha y esperó que oliera a sándalo, y adentrándose en un trance se dirigió sigilosa hasta la puerta del baño que quedaba en un rincón del corredor. Él la dejaba entreabierta para ella. Para que ella se asombrara con su cuerpo así como se asombraba con los cuerpos que adornaban las baldosas. Y cuando estaba lloviendo como no existían apuros por salir, él ejecutaba un rito que hacía mella en el candor de Dorotea: se secaba despacioso con la toalla y se excedía pacientemente en el cuidado de sus manos absolutas, y ella agradecía a las lluvias por haber neutralizado los relojes, y disponer de más tiempo y más penumbras para ver caer un hombre y levantarse un General. Venir de menos a más, y para ella. Porque entre ambos había un vínculo indestructible, sólo ella en la familia se llamaba Dorotea, un nombre sin diminutivo, un nombre que estaba hecho para ser articulado por la voz de un militar.

Lo vio ponerse con calma su uniforme de etiqueta. La camisa verde claro, el pantalón, las medias y los zapatos, los guantes y el cinturón. La corbata la ajustó con un nudo magistral. Lo vio erguirse, extraordinario, al momento de lucir la guerrera verde oliva con las divisas bordadas de canutillos dorados. Luego se enfundó la gorra tachonada con estrellas. Y mientras se engrandecía, la miraba jactancioso como esperando un aplauso, y ella dejaba entrever que lo estaba ovacionando cuando palpaba coqueta la rosita que adornaba su piyama. Se engalanaba sin duda para ella, porque la lluvia arreciaba y quedarían recluidos en la casa.

Al terminar de arreglarse, el padre fue terminante con la orden de calzar a Dorotea que caminaba descalza. Gritó para que atendieran a esa niña resabiada que estaba adquiriendo el vicio de esconderse tras las puertas de los baños, y de echarse en los rincones como hacía Bandolero. Y cuando él besó a su madre y se marchó, Dorotea lo vio borrarse con la lluvia, venirse de más a menos a pesar de que aún llevaba su traje de General, y que el sol del verano imprimiera una apariencia prestigiosa a las medallas de lata que ostentaba en su guerrera.
Vemos a Dorotea en un recorte de su historia. En pleno imaginario, ella ha construido todo un idilio y se supone correspondida, elegida, designada. Cada gesto de él lo interpreta a su manera, efectos de la significación. Hay allí un objeto simbólico, ese padre imaginario que ella engalana, que dará lugar a la privación al escuchar sus palabras, borrándose con la lluvia y venirse de más a menos, padre real que al hablar hace caer ese objeto imaginario. Frustración, daño imaginario, y objeto real, presentificado especialmente en su gesto hacia la madre que la pone fuera de escena. Pasa de más a menos, y no precisamente el general, sino Dorotea.

Y seguramente un momento doloroso, como siempre que cae un objeto imaginario por efectos de la castración, pero lo sería más si no cayera, porque ahora Dorotea puede dejar de ver tanto canutillo y estrellas y saber, que es el sol el que imprime apariencia prestigiosa a las medallas de lata que se ostentan en guerreras.

Dorotea y el General. Cuento de Berta C Ramos.  
Imagen: Obra de Renoir

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