Una mañana de agosto en Saint-Tropez, en el café Sennequier, que acaba de abrir las puertas. Hace rato que ha salido el sol, yo aún no me he acostado. A esta hora y en esta época, aparte de dos criadas soñolientas que manejan distraídamente sus escobas, no hay absolutamente nadie en el puerto dormido, donde se alinean, a lo largo de las terrazas, centenares de sillas vacías. Salvo, dos mesas más allá, las que ocupan Picasso y Jacqueline. Yo soy cronista. Todos los días tengo que alimentar con informaciones una página entera de un diario: Picasso, gran oportunidad. Llega de pronto otro tipo, barbudo, sexagenario y mugriento, cuyos andares inseguros, de no ser por la cartera de dibujo que aprieta debajo de un brazo, anuncian al vagabundo que acaba de levantarse de una curda al aire libre.

-¿Me permite?
Sonrisa de Picasso; yo daría cualquier cosa por adivinar si el artista ambulante ha reconocido a su ilustre modelo. ¿Cómo saberlo?
Imperturbable, empieza a dibujar en un bloc, mientras Picasso y Jacqueline charlan tomando sus cafés.
Diez minutos después el retrato está terminado.
-A ver- Dice Picasso.
Se apodera de la obra. Yo paso por detrás y miro a hurtadillas: es infame.
Picasso lo examina con la misma concentración y seriedad que si se tratara de un incunable.
-Excelente-dice- ¿Cuánto te debo?
El otro dice:
-Para usted, Maestro, es gratis-
¡O sea, que le había reconocido!
Además acaba de tener una frase de gran señor.
Con un movimiento de la barbilla Picasso le señala el bloc y el lápiz.
-Dame-
En unos pocos trazos mágicos, suntuosos de seguridad y de sencillez, ejecuta el dibujo de una
cabra, lo fecha, lo firma y lo tiende a su oscuro colega: gesto de príncipe.
Pierre Rey. Una Temporada con Lacan. Seix Barral. 1990
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