domingo, 21 de marzo de 2010

Seminario. Tercera Clase


Dicen que Pitágoras dijo, y ya sabemos que nos movemos en el decir, que los astros en su movimiento perfecto creaban el sonido más bello que se podía escuchar, pero por estar siempre ahí, no lo podíamos reconocer. Este supuesto dicho, nos permite entender también el goce, y no precisamente por su belleza, sino porque siempre ha estado ahí. Y es así porque es constitutivo. El a, objeto caído de la inscripción significante que encarna un goce, objeto perdido de la relación alienante, que se porta, desconociéndolo.

En  Los ojos de Laura, texto de Juan David Nasio, que ya habíamos nombrado, encontramos un ejemplo de la clínica que nos permite abordar algo de lo que se trata. Al inicio del relato él cuenta lo que llama impresión sonorizada, que “ha visto unos ojos llorando”. Y aclara, no he visto a alguien llorando he visto unos ojos llorando, además del impacto del encuentro con lo visto. Más adelante en el transcurso de las sesiones, él sabrá y nosotros también al leerlo, que la mujer de los ojos trae a colación otros, especialmente unos de un niño pintado sobre una tela que sostiene una paloma, “un niño triste con grandes ojos tristes”. También aparece la hermana que se había suicidado y recuerda que el cuadro adornaba la cabecera de su cama. Otro personaje subyace en la historia, una niña muerta, la hija de la niñera española, que había fallecido en un accidente poco antes de que su madre ingresara a la familia.

Una historia de duelos, de pérdidas y de miedos infantiles que se conjugan en las palabras de la nana, quien la amenazaba haciéndola rivalizar con el cuadro, pues si no se portaba bien, él tomaría su lugar. Un lugar que en sus palabras, ella creía que ocupaba como reemplazo de la hijita muerta, pues era ahora su preferida, además, considerando que el cuadro también le representaba a esa madre, la hija perdida. Un relato que dejará ver que no sólo era esa representación, también y especialmente ocupaba el lugar de ser los ojos de su hermana. Un nudo de palabras, muertes, afectos perdidos y angustia.

Y una mirada. En el niño del cuadro y sus ojos siempre tristes, en las palabras de la niñera, en el suicidio de su hermana,  mirada de Laura a esos sucesos aciagos, mirada inconsciente que en el momento de la transferencia y sus silencios aparece, un lugar vació donde lo pulsional y el deseo evidencian su mudez. Una mirada de la que el analista en un momento imprevisto atisba a través de unos ojos que lloran, pero que al llorar parecen ajenos a aquel que los porta, los ojos del Otro, un fuera de cuerpo que evidencia lo que el mismo sujeto no puede ver.

Momento de ver llama Lacan al instante en que algo de lo real aparece, en este caso revelado, no sólo en los ojos llorando que vio el analista, sino especialmente en un silencio que precede a la sorpresa de Laura al reconocer, que ese cuadro siempre estuvo sobre la cama de su hermana, sorpresa de algo ya sabido que la llevará a comprender y a concluir. 

Y algo mudo que cae al sonorizar lo que hasta ahora no había tenido palabras, es cuando ya Laura puede preguntar a su madre sin recriminaciones, dónde está ese cuadro, acaso poco apropiado. Su respuesta confirma, no la música de los astros de Pitágoras, pero sí de lo que trata el goce: “!Pero si sigue estando en uno de los cuartos! Es gracioso, ese niño de la paloma las ha seguido toda la vida”.

Un cuadro sin culpa, es sólo un cuadro, pero también una imagen que está en el nudo de significantes, una entramada de lo simbólico, lo imaginario y lo real. Lo real de la muerte, trazo encarnado en una mirada, sin saberlo.

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