¿Cómo hablar a los niños?
Esta es una pregunta que podría tener mejores resultados, si primero nos planteáramos otra: ¿Cómo escuchar a los niños? Y es que mucho se escribe y aconseja de cómo hablarles, corregirlos, enseñarles, de eso parece que sabemos bastante, pero hay algo en lo que somos poco diestros y no sólo con los niños: poder escuchar.
La propuesta anterior se hace bastante difícil porque es común oír: “A mi hijo me le pegan”, “Mi hijo se me orina”, “Mi hija no me come”, de lo cual poco podemos esperar. Y es así, porque expresarse de esa manera da a entender que para el que habla su hijo no es un sujeto, porque no lo ve como alguien diferente que come, orina o puede defenderse. Es posible que algunos no lo digamos de esta forma, o tal vez tampoco nos escuchamos porque de forma inconsciente, cargamos imaginarios que no nos permiten entender que un niño ya está en capacidad de ser, no un adulto, pero sí alguien que puede pensar.
Escuchar al otro implica darle un estatuto y un lugar, pero si se le considera como a alguien en total dependencia, es un lugar que nunca tendrá y lo que menos se podría esperar es que tenga algo para decir. Además, porque poco sabemos de sus angustias, como en el niño de pocos años que en un movimiento constante daba brincos palmoteando y, como siempre, además entendible, la persona a la que estaba a cargo, a punto de estallar en un grito exasperado, se le ocurre decir: “¿Cuéntame por qué brincas y palmoteas así?” Él, con toda la ingenuidad de su edad y la seriedad que caracteriza a un niño cuando sabe que se le va a escuchar, responde: “Es que se me sale un ruido con la boca y me regañan, entonces es para que no se oiga”. Escuchar del otro que no se ocupara tanto de taparlo porque seguramente pronto iba a desaparecer, apagó brincos, sonidos y palmoteos.
Lo que sucede es que no sabemos cuán importante es nuestra presencia, nuestra mirada y nuestra palabra para esos pequeños que se debaten en un mundo que no entienden y que lo único que les da un asidero es ser recibidos en lo que son y tienen para dar. Pero tendemos a hablar demasiado tapando lo que ellos tienen para decir, a impacientarnos o, en su defecto, a los mimos o cediendo a todo lo que piden. Es que es lo más fácil para salir del paso sin considerar el malestar que se les dificulta poner de manifiesto. Aunque sí lo hacen, en muchos síntomas que hoy conocemos, que seguramente remitirían si se pudiera escuchar con atención lo que el niño alcanza a pronunciar. Tener disposición para escuchar no es fácil, implica tiempo, paciencia y entrega, algo de lo que en aras del modernismo, decimos que carecemos.
También es importante considerar que en la relación con un hijo tiene mucho que ver la historia de los padres, pero no porque estén obligados a repetirla, más bien porque tendemos a verlos como una prolongación de lo que no quisiéramos que nos hubiera pasado a nosotros, volviendo a desconocer que la historia del hijo es otra y, al hacerlo, les damos demasiado porque tuvimos poco, o poco porque tuvimos demasiado. O, no los regañamos porque todavía nos duelen los regaños que sufrimos. No poder concebir que un hijo sea otra historia lleva a no escuchar, poniendo en él lo que nunca ha vivido, viéndolo como portador de algo que para él es ajeno, dando por hecho situaciones que podrían ser de otra manera.
Los niños son pequeñas personitas, aun los más pequeños nos dan muestra de cuánto en tan poco tiempo pueden aprender, absorben lo que encuentran en un mundo que desconocen, dónde lo único que les brinda seguridad es la atención y el sosiego que en los adultos pueden encontrar. Sabemos también que el hecho de ser adultos no nos hace sosegados, pero si responsables de saber que hay alguien que espera mucho más de nuestra parte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario