martes, 28 de septiembre de 2010

El diván virtual


¿Por qué hablamos tanto de la autoestima?

Cada época pone a circular sus términos y éste es uno de los que hoy más se usa para diagnosticar las causas de nuestros sufrimientos, pero a veces sucede que la cura termina convirtiéndose en la misma enfermedad, ya que, aquellos prescritos bajo esta condición, se quedan con un rótulo pero sin solución. La baja autoestima significa poca valoración de sí mismo, para lo cual algunos siguen un ejercicio que consiste en pararse frente al espejo y decirse todos los días: “Yo soy capaz”, “Yo puedo”, y demás. Lo que se olvida es que en la vida, no operan las cosas que uno se dice sino las que uno hace y, sus consecuencias.

Se podría pensar que si alguien no tiene un buen concepto de sí mismo, puede ser que tenga razón. Y es que la estima es algo que se adquiere, tiene que ver con el deseo y ya sabemos que el deseo no se cumple mágicamente, siempre hay un buen trecho entre lo que se desea y lograr que se cumpla. Dicho de otra manera, la autoestima no es gratis y, cuando la queremos obtener sin pagar el costo trae mucho malestar que, por supuesto, no se resolverá tratando de convencerse con palabras de lo que no se ha podido obtener con la disposición y la acción.

Lo que sucede es que en ocasiones, aún se quieran realizar las acciones deseadas, aparecen impedimentos para llevarlas a feliz término: el temor a que no salga bien lo que se emprenda, el miedo a equivocarse y, especialmente, a qué dirán los demás si no se acierta. Dudas que para todos son comunes pero que, a veces, paralizan. Como si en el fondo más que una baja estima, ésta fuera tan alta que impide la realización por temor a que aparezca el error, algo a lo que estamos siempre expuestos pero que no queremos dejar ver.

Milan Kundera dice que “La vida parece un boceto”, "un borrador sin cuadro", porque: “El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo”, y es que antes del hecho: “No existe posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es la mejor, porque no existe comparación alguna”. Una verdad que nos viene bien para entender la angustia o el temor que nos acompañan, porque al no existir ensayo lo único que queda es atreverse. Y al parecer, hablar, asumir lo que se piensa, llevar a cabo lo deseado, es algo que no es tan fácil, razón que puede llevar a la impotencia. Una impotencia que se sostiene también en frases anticipatorias como: “No voy a poder”, “Es que siempre me ha ido mal”, “Yo no soy capaz”, que generan autocompasión y sufrimiento pero también un beneficio. Es que en esta posición siempre se encontrará a alguien que lo haga por uno, lo que trae como resultado otro malestar: la dependencia que, a veces confundida con el amor, puede causar estragos.

Una dependencia que no es nueva, ella ha estado antes, es realmente una de las causas de la baja estima, una posición recibida de tiempos ya olvidados, donde la posibilidad de pensar por sí mismo, de hacerse cargo de lo propio estuvo vedada. Como si se siguiera creyendo a la manera del niño, que alguien hará las cosas por uno y mejor que uno. Lo que sucede es que al ser mayor y aunque otro se preste a hacerlo por uno y mejor, esto siempre generará malestar. La baja estima es como una trampa porque, por un lado, al actuar como el niño desvalido que ya no es, se juzga a sí mismo como el adulto que ya es, generando auto agresión y culpabilidad.

Un dolor y un malestar del que se podría salir airoso si ese Yo ideal, entendido como aquello que quisiéramos ser, no estuviera tan idealizado. Y es que queriendo ser mejor, se termina en la parálisis por tratar de tapar lo que nos falta. Si podemos aceptar nuestras equivocaciones, sin hacer de ellas un motivo para no avanzar, es probable que podamos contar con logros que, sumados, puedan conformar nuestra, ni alta, ni baja, tan sólo nuestra estima.

 Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, septiembre 4 de 2010

lunes, 27 de septiembre de 2010

Seminario. Clase cuatro


Lo inconsciente. La vida y sus malentendidos

El semblante, lo que hace signos de lo que se es. Lacan en el seminario 18 dice: Para el muchacho se trata en la adultez de hacer de hombre…Uno de los correlatos esenciales de este hacer de hombre es dar signos a la muchacha de que se lo es. También allí dice que: el falo es propiamente el goce sexual por cuanto está coordinado con un semblante, es solidario de un semblante. Y que: lo real del goce sexual, en la medida en que se lo despeja como tal, es el falo.

Lo real del goce sexual es el falo, durante un momento. Sabemos que es insostenible serlo siempre, pero aún siéndolo sólo un momento desencadena sus dramas. Y es que serlo implica la castración, o sea dejar de serlo. Un real dónde los dos, para poder gozar, son el falo que a cada uno castra, y poder lograrlo se juega por un lado, de sostener un semblante, y del otro, de dar lugar de verdad a ese semblante.

Lo anterior puede explicarnos muchas cosas con relación a las disfunciones sexuales, es algo mucho más sutil que el funcionamiento de los órganos o lo que la etología nos evidencia con relación a la cópula animal. Es verdad que en ellos también hay un cortejo, un semblante que hace saber al otro con sus signos de apareamiento que se está dispuesto. También en nuestro caso hay señales de cortejo pero, teniendo todo que ver con el falo, que como tal está en relación al discurso, la cosa se dirimirá a otro precio.

Y el otro precio es cómo se juega eso fálico, ese real del goce que, estando en relación al órgano del lado del hombre y del cuerpo del lado de la mujer, ambos en el brillo agálmico que en un momento se suscita, se pueda sostener y también dejar caer.

Volvamos al seminario Aun, allí encontramos: El amor mismo, subrayé la vez pasada, se dirige al semblante. Y, si es cierto que el Otro sólo se alcanza juntándose, como dije la última vez, con el a, causa del deseo, igual se dirige al semblante de ser. Nada no es ese ser. Está supuesto a ese objeto que es el a.

El a, objeto causa y el semblante supuesto a ese a, de ahí que las cosas son menos sencillas de lo que pudieran parecer, pues si nada nos es ese ser, si sólo está supuesto al a, nos dará la razón de tantos equívocos y tantos dramas en el amor y el desencuentro y, a veces el encuentro sexual.

Y es que no basta el semblante, aunque haga señas, ni aún se sostenga y se le dé su verdad, porque el inconsciente es discordante y determina al sujeto en tanto ser, un ser cuyo deseo se pierde en la metonimia y por lo cual es imposible nombrarlo.

Hay una frase: la perplejidad es intrínseca de la certeza y que también se podría pensar como quedarse atónito. Atónito, perplejo, momentos de estar tocados por la verdad del deseo, pero ni aún así podrá nombrar eso, pues las palabras de la certeza volarán y aun, ese cuerpo seguirá gozando y sin saber por qué. Y cómo saberlo si ese a es seno, heces, mirada, voz, un plus de gozar. ¿Acaso sólo los guiños de un semblante?

En la película Madame Buttefly, nuestro protagonista se queda atónito ante el cambio de un semblante, sin embargo, una escena después, esa verdad desaparece por un momento, pues el cuerpo ante esa mirada que nuevamente se le muestra, goza. Y seguirá gozando hasta el punto de llegar a encarnar ese semblante: maquillándose como esa supuesta ella, en medio de la voz que encarnó las notas que la construyeron como ella y convirtiéndose en un desecho, muere.

Algo que rebasa la cortesía animal, que evidencia que el semblante en el comportamiento sexual humano, por estar vehiculizado por un discurso, aunque tenga similitudes siempre se tratará de otra cosa. 

Clase del martes 21 de septiembre de 2010

jueves, 23 de septiembre de 2010

El diván virtual


¿Qué entendemos por frustración?

Para tratar este tema, nos sirve una canción acerca de los niños de Joan Manuel Serrat, quien como buen poeta, apunta a la verdad. Un fragmento dice: Esos locos bajitos que se incorporan/ con los ojos abiertos de par en par/ sin respeto al horario ni a las costumbres/ y a los que por su bien, hay que domesticar/. Esas pocas frases ya nos indican de lo que se trata la frustración, que se puede definir de manera simple como el sentimiento que se genera en nosotros, que siendo seres deseantes, no todo lo que deseamos, nos puede ser dado. Una domesticación como la dice Serrat, que hace imposible la consigna de algunos, de no permitir que el niño se frustre, como si la frustración no fuera inherente a la existencia.

La frustración aparece porque algo posible de ser dado o conseguido, no se obtiene. Un sentimiento que puede llevar a algunos a la queja constante, a la retaliación o, a un sentimiento de minusvalía, también a la agresión. La frustración está dada, no porque el objeto de deseo falte, ya que esto es común para todos, sino por la incapacidad para entender y aceptar que ese objeto nos puede faltar. Situación que no sólo se evidencia con las cosas, también en la incapacidad para admitir el rompimiento de una relación amorosa, de aceptar la muerte de un ser querido o de cualquier negativa de parte del otro, que se entiende como una ofensa.

Creer que la frustración es producto de no conceder lo que el otro pide, es lo que lleva a tantos malentendidos, porque aún dándole todo, siempre pedirá más. La figura más representativa es la de la madre y su hijo de pecho, a quien no le será fácil soltar aquello que le produce tanto placer, será ella quien lo propiciará porque sabiendo que, y no sólo él, por no seguirlo teniendo podrá degustar muchas cosas más, lo destetará.

Desde el momento del nacimiento, la existencia está signada por la pérdida, la primera: ese lugar donde ni siquiera hay que respirar. Pero desde el primer grito afortunado que anuncia la vida, tendrá que poner de su parte, y tendrá que escuchar, como dice el poeta en su canción: Niño, deja ya de joder con la pelota/ Niño, que eso no se dice/ que eso no se hace/ que eso no se toca/. Y felizmente para él, porque la vida lo exige, la canción nos lo enseña con más sencillez y veracidad que cualquier tratado académico, y seguramente es fácil escucharlo, lo que no lo es, es poder decir y decirnos, ese no con amor y con firmeza. Es la razón de que vivamos sumidos en la frustración, que no entendamos que si no obtuvimos algo hoy, es probable que mañana lo podamos obtener. Viviendo en la inmediatez, en la angustia, como si creyéramos que todo nos debe ser dado, en la creencia de que todo lo que queremos nos debe ser permitido, y que llenándonos de todas las cosas que deseamos, seremos felices. Sumidos en una sociedad de consumo, donde muy frecuentemente para conseguir lo que se quiere, se arriesga la vida del otro y la propia.

El ser humano es movido por el deseo, esto indica que vive en una continua búsqueda, pues cuando obtiene lo anhelado, algo nuevo ocupará su lugar. Es lo que hace al interés por la vida, es lo que logra aquel que se ha desprendido, para decirlo de una manera simple, que no ha quedado pegado de aquello que no le dieron o le dejaron de dar. Atado a la queja, la intolerancia, la violencia, en la incapacidad para pasar de la frustración, a comprender que es en la falta donde se construye, que porque la hoja está en blanco puede escribir, que ceda la angustia por no tener, porque es lo que le va a permitir buscar. Porque como el niño destetado, si es capaz de soltar y esperar, seguramente encontrará algo mejor.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Sábado 28 de agosto de 2010

sábado, 18 de septiembre de 2010

Entrevistas


LACAN
Conferencia en la Universidad de Yale.

Déjeme decirle. Usted no puede estar jamás seguro que un recuerdo no sea un recuerdo-pantalla. Es decir un recuerdo que bloquea el camino de lo que yo puedo localizar en el inconciente. Es decir la presencia -la plaga- del lenguaje. No sabemos jamás. Un recuerdo, tal como él es imaginariamente revivido -lo que es un recuerdo pantalla- es siempre sospechoso. Una imagen bloquea siempre la verdad. Yo uso aquí términos que todo analista conoce. El concepto mismo de recuerdo-pantalla muestra la desconfianza del analista a la vista de todo lo que la memoria piensa que ella reproduce. Eso es lo que se llama, hablando propiamente,que la memoria es siempre sospechosa. Incidentalmente, es por ello que Freud tropezó con el famoso trauma original. El caso del "hombre de los lobos" es tan largo sólo porque Freud trata desesperadamente de dar claridad a algo y no puede saber si el hombre de los lobos, no relata -acerca de la copulación de los padres- más que un recuerdo pantalla. Un trauma es siempre sospechoso.

La psicosis es un ensayo de rigor. En ese sentido, yo diría que soy psicótico. Soy psicótico por la sola razón que siempre he tratado de ser riguroso.


COLLET SOLER

En materia de elección, el psicoanálisis debe hacer un relevamiento de las formas activas de la intrusión larvada de la muerte en la vida, mucho más frecuente que el cenit del acto suicida: el dolor de existir no es el privilegio exclusivo del melancólico; el mé phunai, ¡no haber nacido!, maldición sobre la vida de algunos sujetos; la destructividad del deseo y de las pulsiones respecto de los equilibrios del bienestar. Sobre este punto alguien que conocía un poco de esta destructividad, el poeta francés Verlaine, pudo decir: “La vida simple y tranquila es obra de la elección (…)”. Evidentemente él soñaba con lo que él hubiese sido incapaz de soportar. Y también las repeticiones, a menudo actualizadas en la transferencia, y esta fijación a lo más doloroso de las experiencias del sujeto, como si la identidad de cada uno permaneciera anclada en lo peor, como si las experiencias más desastrosas y a menudo la de los antecesores, los padres, fueran y permanecieran constituyentes del sentimiento de sí. En síntesis, el goce mórbido de la desdicha es para los hablantes una compañía familiar. Paso. La noción de pulsión de muerte bajo la cual Freud ha reagrupado todos los fenómenos heterogéneos es ciertamente, como Lacan lo mostró, conceptualmente falaz, pero lo que ella subsume realmente existe. Hay una gran evidencia al menos desde el punto de vista de la experiencia analítica.

 
Tomado del blog El psicoanalistalector de Pablo Peusner

miércoles, 15 de septiembre de 2010

El Diván virtual

¿Cómo hablar a los niños?


Esta es una pregunta que podría tener mejores resultados, si primero nos planteáramos otra: ¿Cómo escuchar a los niños? Y es que mucho se escribe y aconseja de cómo hablarles, corregirlos, enseñarles, de eso parece que sabemos bastante, pero hay algo en lo que somos poco diestros y no sólo con los niños: poder escuchar.

La propuesta anterior se hace bastante difícil porque es común oír: “A mi hijo me le pegan”, “Mi hijo se me orina”, “Mi hija no me come”, de lo cual poco podemos esperar. Y es así, porque expresarse de esa manera da a entender que para el que habla su hijo no es un sujeto, porque no lo ve como alguien diferente que come, orina o puede defenderse. Es posible que algunos no lo digamos de esta forma, o tal vez tampoco nos escuchamos porque de forma inconsciente, cargamos imaginarios que no nos permiten entender que un niño ya está en capacidad de ser, no un adulto, pero sí alguien que puede pensar.

Escuchar al otro implica darle un estatuto y un lugar, pero si se le considera como a alguien en total dependencia, es un lugar que nunca tendrá y lo que menos se podría esperar es que tenga algo para decir. Además, porque poco sabemos de sus angustias, como en el niño de pocos años que en un movimiento constante daba brincos palmoteando y, como siempre, además entendible, la persona a la que estaba a cargo, a punto de estallar en un grito exasperado, se le ocurre decir: “¿Cuéntame por qué brincas y palmoteas así?” Él, con toda la ingenuidad de su edad y la seriedad que caracteriza a un niño cuando sabe que se le va a escuchar, responde: “Es que se me sale un ruido con la boca y me regañan, entonces es para que no se oiga”. Escuchar del otro que no se ocupara tanto de taparlo porque seguramente pronto iba a desaparecer, apagó brincos, sonidos y palmoteos.

Lo que sucede es que no sabemos cuán importante es nuestra presencia, nuestra mirada y nuestra palabra para esos pequeños que se debaten en un mundo que no entienden y que lo único que les da un asidero es ser recibidos en lo que son y tienen para dar. Pero tendemos a hablar demasiado tapando lo que ellos tienen para decir, a impacientarnos o, en su defecto, a los mimos o cediendo a todo lo que piden. Es que es lo más fácil para salir del paso sin considerar el malestar que se les dificulta poner de manifiesto. Aunque sí lo hacen, en muchos síntomas que hoy conocemos, que seguramente remitirían si se pudiera escuchar con atención lo que el niño alcanza a pronunciar. Tener disposición para escuchar no es fácil, implica tiempo, paciencia y entrega, algo de lo que en aras del modernismo, decimos que carecemos.

También es importante considerar que en la relación con un hijo tiene mucho que ver la historia de los padres, pero no porque estén obligados a repetirla, más bien porque tendemos a verlos como una prolongación de lo que no quisiéramos que nos hubiera pasado a nosotros, volviendo a desconocer que la historia del hijo es otra y, al hacerlo, les damos demasiado porque tuvimos poco, o poco porque tuvimos demasiado. O, no los regañamos porque todavía nos duelen los regaños que sufrimos. No poder concebir que un hijo sea otra historia lleva a no escuchar, poniendo en él lo que nunca ha vivido, viéndolo como portador de algo que para él es ajeno, dando por hecho situaciones que podrían ser de otra manera.

Los niños son pequeñas personitas, aun los más pequeños nos dan muestra de cuánto en tan poco tiempo pueden aprender, absorben lo que encuentran en un mundo que desconocen, dónde lo único que les brinda seguridad es la atención y el sosiego que en los adultos pueden encontrar. Sabemos también que el hecho de ser adultos no nos hace sosegados, pero si responsables de saber que hay alguien que espera mucho más de nuestra parte.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Agosto 21 de 2010

lunes, 13 de septiembre de 2010

Seminario. Tercera clase


Lo inconsciente. La vida y sus malentendidos 

El fantasma, ese vínculo del sujeto con el goce. Que hace más entendible el malestar en la cultura, porque a diferencia de un pensamiento que coloca al sujeto como aquel que con relación al objeto tiene un conocimiento, lo propone comandado por la ignorancia. Una propuesta que hace caer la ingenuidad de sorprenderse ante la locura del mundo, porque de antemano se sabe que nunca ha sido cuerdo. Porque no se parte de un sujeto que habla, sino de un sujeto que es hablado, portador de un goce que lo comanda y el cual desconoce.

El bigote de Hitler, una forma irónica al decir de Lacan, de dónde podría haber estado el goce de lo que produjo tal desastre en esa época sombría de la humanidad. Un plus de gozar que puede no ser nada, pero que puede estar en cualquier lado y se sabe de él, no hay modo de negarlo, está ahí con su fuerza mortífera, con el desastre dejado. En la historia que lo cuenta, que nos enseña cómo la identificación produjo tal amalgama. Y no era simpatía con el bigote, porque como dice Freud la simpatía nada tiene que ver:

La simpatía nace únicamente de la identificación, y prueba de ello es que tal infección o imitación se produce en casos en los que entre dos personas existe menos simpatía que la que se puede suponer.

Lo anterior lo dice Freud en Psicología de las Masas y análisis del Yo en el capítulo La Identificación. Nos da un ejemplo de cómo en un internado, por efecto de una carta que le llega a una de las alumnas en la que su contenido la hace entrar en crisis, otras manifiestan la misma emoción. Dice: “Un sentimentalismo igualmente pronunciado”. Podríamos decir un exceso, una pasión y que, guardando las proporciones, como en los años del nazismo hace eclosión, un plus de gozar incontenible que se hace posible por el discurso del líder. Discurso del amo, que en el ejemplo de Freud es una carta, unas letras que llegan a la pensión y desencadenan en la destinataria un arrebato. Arrebato “copiado por ese encuentro entre los dos Yo, que debía mantenerse reprimido”.

Identificación, diríamos con Lacan, de un goce, de un gozar apretado. Donde lo no dicho, lo reprimido encuentra cauce a través de un significante que lo represente.
El goce es un límite…sólo se interpela, se evoca, acosa o elabora a partir de un semblante. Es la razón de que en los cuatro discursos, el lugar de agente sea el del semblante con todo lo que representa en relación al discurso, al sentido y al soporte del ser. En el discurso del amo, estará el significante amo, en el de la universidad el saber, en el de la histérica el sujeto con su división fundadora y en el del analista el plus de gozar. Este último, por estar allí el objeto a, pretende y, a veces lo logra, concernir a lo que del fantasma hace efecto. Podríamos pensar a partir de este comentario de Lacan en el seminario Aun, que el del amo acosa, el de la histérica interpela, el de la universidad evoca y el del analista elabora.

Es con esos grafos, con esas letras, con los giros de un discurso, de una tematización que no se nos muestra fácilmente inteligible, que busca acercar a lo que tampoco es tan inteligible. Volviendo al Aun:

Con una graficación así —para no hablar de grafo, puesto que es un término con un sentido preciso en lógica matemática— se muestran las correspondencias que hacen de lo real un abierto entre el semblante, que resulta de lo simbólico, y la realidad tal como se sostiene en lo concreto de la vida humana: en lo que mueve a los hombres, en lo que siempre los hace lanzarse por las mismas vías, en lo que hace que nunca lo aún-por-nacer dará más que lo aún-nato.

Para terminar, hay algo que podemos encontrar por doquier y que nos proporciona una ayuda, y es que el semblante es algo que llanamente está en la naturaleza. Lo vemos en el comportamiento animal que obedece a las señales que ve en el otro, el cual, portando los distintivos propios, hará acercarse o alejarse al semejante y al que no lo es también. Lo que sucede es que en el hombre, la cosa, el objeto como decía Freud, es variable. Entonces será un semblante, porque muestra algo, pero de lo que muestra, estando en relación a lo simbólico, lo imaginario y lo Real de un goce, no está precisamente cerca de saber lo que muestra y menos lo que lo comanda. De ahí, no que entendamos los horrores que se pueden suceder en la identificación, pero sí estar advertidos, de ese real que hay de tiempo en tiempo. Algún efecto que no fuera del semblante.

Clase de septiembre 7 de 2010

jueves, 2 de septiembre de 2010

El diván virtual


¿Por qué es tan difícil decir la verdad?

Sabemos que muchas veces, una cosa es la que decimos y otra la que pensamos, y no por esto nos deberíamos tildar de insinceros, más bien es la forma que tenemos de optar por ignorar aquello que nos puede producir dolor. Para entenderlo nos sirve una frase de Jacques Lacan, psicoanalista francés con quien podríamos estar de acuerdo cuando dice: “Nada más temible que decir algo que podría ser verdad, porque podría llegar a serlo del todo, si lo fuese. Y Dios sabe lo que sucede cuando algo, por ser verdad, no puede ya volver a entrar en la duda”.
Una reflexión que podemos aplicar a muchos momentos de nuestra vida pues pareciera que, para nosotros los humanos, es más fácil padecer las cosas que decirlas. Debe ser porque aceptar que algo sucede o sucedió, implica que frente al hecho se debe tomar una acción que tiene sus costos, lo que hace tan aceptable el consejo de muchas madres: “Mejor no diga nada para que no haya problemas”, obediencia que se traduce en la imposibilidad de hablar de lo que más interesa porque, en el fondo, tenemos miedo a afrontarlo. Es lo que hace las delicias en las telenovelas cuya trama se sostiene en que todos están enterados pero los protagonistas no saben, por eso cuando aparece la verdad, se acaba la novela.

Y es que la vida se vuelve una telenovela cuando no se es capaz de encarar lo propio, algo bastante difícil porque allí entran consideraciones que involucran el afecto y los intereses, el temor a la pérdida y el no saber lo que sucederá, porque lo que sí es claro es que si no decimos nada, nada se moverá, aunque esta falta de movimiento sea lo que nos haga sufrir.

Cuando una verdad no puede entrar en la duda nos obliga a mirar nuestra situación de otra manera, y es mucho más probable que se dé una solución, pero es tan difícil encararla, como mirarnos al espejo de la madrastra de Blanca Nieves porque como a ella, lo que dice no nos va a gustar. Ejemplos sencillos dan cuenta de ello: la intuición negada de que el hijo anda en malos pasos, del que sabe que debe pagar la deuda pero no abre las cuentas, del que soporta la indiferencia del otro sin atreverse a preguntar. Del que sabe que no quiere seguir pero no lo dice, del que sabe que lo engañan y ayuda para que siga sucediendo. Del que tiene dudas sobre la procedencia de algo pero calla.

Encarar las cosas donde el otro está ciego o, se hace, lleva a diversas calificaciones como pesimista, aguafiestas o, como rezaba un grafiti: “Cínico es aquel que por su defectuosa vista, ve las cosas como son y no como los demás quieren verlas”. Y aquí entra otro problema, porque: ¿entre tanto ciego quien tiene la verdad? Seguramente ninguno, porque la verdad nadie la tiene, a lo único que se alcanza es a una verdad, la propia, pero a veces nos es tan difícil discernirla y si se logra, asumirla, debido al temor a la reacción del otro y, a la tendencia a ser conformes, porque lo que se tiene brinda cierto grado de seguridad.

Somos humanos y por serlo, la verdad no nos es fácil, pero si ella no lo es, más difícil es vivir en la mentira. Lo que sucede es que no nos damos cuenta porque inconscientemente seguimos mandatos cuya consigna es el silencio. Un silencio que se asume en el creer que haciéndose el que no pasa nada las cosas mejorarán, de ahí que muchas verdades las dejamos en la duda, pero ya sabemos que la duda mata y su arma es el malestar.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de barranquilla, Colombia Agosto 7 de 2010