¿Por qué hablamos tanto de la autoestima?
Cada época pone a circular sus términos y éste es uno de los que hoy más se usa para diagnosticar las causas de nuestros sufrimientos, pero a veces sucede que la cura termina convirtiéndose en la misma enfermedad, ya que, aquellos prescritos bajo esta condición, se quedan con un rótulo pero sin solución. La baja autoestima significa poca valoración de sí mismo, para lo cual algunos siguen un ejercicio que consiste en pararse frente al espejo y decirse todos los días: “Yo soy capaz”, “Yo puedo”, y demás. Lo que se olvida es que en la vida, no operan las cosas que uno se dice sino las que uno hace y, sus consecuencias.
Se podría pensar que si alguien no tiene un buen concepto de sí mismo, puede ser que tenga razón. Y es que la estima es algo que se adquiere, tiene que ver con el deseo y ya sabemos que el deseo no se cumple mágicamente, siempre hay un buen trecho entre lo que se desea y lograr que se cumpla. Dicho de otra manera, la autoestima no es gratis y, cuando la queremos obtener sin pagar el costo trae mucho malestar que, por supuesto, no se resolverá tratando de convencerse con palabras de lo que no se ha podido obtener con la disposición y la acción.
Lo que sucede es que en ocasiones, aún se quieran realizar las acciones deseadas, aparecen impedimentos para llevarlas a feliz término: el temor a que no salga bien lo que se emprenda, el miedo a equivocarse y, especialmente, a qué dirán los demás si no se acierta. Dudas que para todos son comunes pero que, a veces, paralizan. Como si en el fondo más que una baja estima, ésta fuera tan alta que impide la realización por temor a que aparezca el error, algo a lo que estamos siempre expuestos pero que no queremos dejar ver.
Milan Kundera dice que “La vida parece un boceto”, "un borrador sin cuadro", porque: “El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo”, y es que antes del hecho: “No existe posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es la mejor, porque no existe comparación alguna”. Una verdad que nos viene bien para entender la angustia o el temor que nos acompañan, porque al no existir ensayo lo único que queda es atreverse. Y al parecer, hablar, asumir lo que se piensa, llevar a cabo lo deseado, es algo que no es tan fácil, razón que puede llevar a la impotencia. Una impotencia que se sostiene también en frases anticipatorias como: “No voy a poder”, “Es que siempre me ha ido mal”, “Yo no soy capaz”, que generan autocompasión y sufrimiento pero también un beneficio. Es que en esta posición siempre se encontrará a alguien que lo haga por uno, lo que trae como resultado otro malestar: la dependencia que, a veces confundida con el amor, puede causar estragos.
Una dependencia que no es nueva, ella ha estado antes, es realmente una de las causas de la baja estima, una posición recibida de tiempos ya olvidados, donde la posibilidad de pensar por sí mismo, de hacerse cargo de lo propio estuvo vedada. Como si se siguiera creyendo a la manera del niño, que alguien hará las cosas por uno y mejor que uno. Lo que sucede es que al ser mayor y aunque otro se preste a hacerlo por uno y mejor, esto siempre generará malestar. La baja estima es como una trampa porque, por un lado, al actuar como el niño desvalido que ya no es, se juzga a sí mismo como el adulto que ya es, generando auto agresión y culpabilidad.
Un dolor y un malestar del que se podría salir airoso si ese Yo ideal, entendido como aquello que quisiéramos ser, no estuviera tan idealizado. Y es que queriendo ser mejor, se termina en la parálisis por tratar de tapar lo que nos falta. Si podemos aceptar nuestras equivocaciones, sin hacer de ellas un motivo para no avanzar, es probable que podamos contar con logros que, sumados, puedan conformar nuestra, ni alta, ni baja, tan sólo nuestra estima.
Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, septiembre 4 de 2010