sábado, 19 de febrero de 2011

Seminario. Primera clase



La metáfora paterna y lo que representa la ley

Vamos a comenzar el presente seminario sobre el padre y la ley, con el caso de El hombre de las ratas que, de entrada, nos va permitir hacernos una pregunta sobre un tema propuesto: la libertad. No entraremos en disquisiciones sobre ella en sentido social o político, no es ésta nuestra pregunta, aunque es bueno anotar que, en los términos que la vamos a tratar, seguramente estaremos encontrando muchas razones para entender algo de lo social y político, ya que tienen todo que ver con el sujeto. Empecemos entonces con una pregunta: ¿Qué libertad nos deja ver el joven teniente, paciente de Freud?

Sabemos que después de escuchar una historia que no podemos tildar de anodina, porque realmente causa impresión, se ve impulsado a una serie de ideas obsesivas, que ya eran su característica, pero no en la magnitud que lo llevarán a consultar.

Una historia que relata un capitán, el Capitán Cruel como lo llamará, que nos lleva a pensar que no es seguramente por la crueldad de la historia que se desata en él tal malestar, sino precisamente por aquello que la teoría nos pone de presente y es que: un sujeto es lo que representa un significante para otro significante. Significantes entramados en el relato que desatarán en el sujeto la suerte de pensamientos que lo dejarán preso de unos actos, de los cuales no puede sustraerse y que denotan a todas luces de lo que se trata el goce. Una forma de dar vueltas sobre un mandato, unas frases insistentes que lo llevan a actos irracionales en los que no cumple su objetivo y en los que se desgasta y agota física y mentalmente. Una pérdida de tiempo, de energía, que denotan que lo supuestamente busca en la realidad obedece a un Real que se escabulle.

Recordemos que su interés se centra en querer pagar el valor de unos lentes que le fueron enviados por la estafeta del correo quien, confiando en la honorabilidad de quien los pidió, en este caso nuestro teniente, esperaba le fueran pagados por el mismo medio. Sin embargo es a partir de este suceso trivial, asociado al relato del capitán, quien contó una forma de tortura donde a los prisioneros de guerra le era atado un recipiente con ratas, que luego se introducían por el ano. Una historia que, aunque impactante, no por eso explica lo que luego sucede al famoso paciente. Y es que asocia el pago de la deuda a la tortura relatada con la posibilidad de que eso le suceda a la mujer que ama, y lo más paradójico, a su padre que, luego Freud se va a enterar, ya había fallecido.

Nos dice Freud lo que le relata el paciente, que deja ver todo un juego metonímico en el que se encuentra preso, y donde él sólo se entiende por la confusión que ha hecho de los tenientes, capitán, y lugares para pagar una deuda que ya sabía era a la oficina de correos que debía entregar.

La noche fue espantosa. Argumentos y contraargumentos pugnaron ruidosamente en su cerebro. El argumento principal era, naturalmente, que la premisa fundamental de su juramento se había demostrado errónea, ya que el teniente A. no había pagado por él ningún dinero. Pero se consoló pensando que A. haría con ellos, al día siguiente, una parte de la marcha hasta la estación ferroviaria de P. y podría él darle el dinero, rogándole que se lo entregase a B. Llegado el momento, no lo hizo y dejó partir a A. sin decirle nada, encargando, en cambio, a su asistente que le anunciara su visita para aquella misma tarde. Por su parte, llegó a las nueve y media de la mañana a la estación, dejó su equipaje en la consigna y evacuó diversos asuntos en la pequeña ciudad, siempre con el propósito de hacer luego su anunciada visita a A.

El pueblo en que A. se hallaba acantonado estaba a una hora en coche de P. El viaje en ferrocarril hasta la localidad donde se hallaba la oficina de Correos duraba tres horas: creía, pues, que habría de serle posible alcanzar, una vez llevado a cabo su complicado plan, el último tren que salía de P. para Viena. Las ideas que en él pugnaban eran las siguientes: Por un lado, que si no acababa de decidirse a cumplir su juramento, era por pura cobardía, pues quería ahorrarse la molestia de pedir aquel servicio a A. y aparecer ante él como un perturbado. Y por otro, que la cobardía estaba precisamente en cumplir el juramento, ya que con ello se proponía tan sólo libertarse de sus ideas obsesivas. Cuando en una reflexión se contrapesaban de este modo sus argumentos, el sujeto acostumbraba abandonarse al azar, y así, cuando un mozo de la estación le preguntó si iba a tomar el tren de las diez, contestó afirmativamente y partió en dicho tren, creando un hecho consumado que le alivió mucho. Al pasar el empleado del coche-comedor le encargó que le reservase un puesto para la comida; pero ya en la primera estación se le ocurrió que todavía podía bajar en ella, tomar un tren en sentido contrario hasta la localidad donde A. se hallaba, hacer con él el viaje de tres horas hasta la oficina de Correos, etc. Sólo el encargo dado al empleado del coche-comedor le retuvo de poner en práctica tal propósito, pero no renunció a él por completo, sino que lo fue aplazando de estación en estación hasta llegar a una en la que no podía descender por tener parientes en la localidad a la que correspondía, y entonces decidió seguir ya su viaje hasta Viena, buscar a su amigo, someterle la cuestión y volver en todo caso a P. en el tren de la noche.

Ante mis dudas de que le hubiera sido posible llevar a cabo semejante plan, me aseguró que entre la llegada de su tren y la salida del otro habría podido disponer de media hora. Pero al llegar a Viena no encontró a su amigo en la cervecería donde esperaba hallarle, y ya a las once de la noche le vio en su casa y le contó su perplejidad. El amigo se manifestó asombrado de que aún dudase de que se tratara de una idea obsesiva, le tranquilizó por aquella noche, durante la cual durmió sin angustias, y a la mañana siguiente le acompañó a Correos, donde impuso un giro de 3,80 coronas dirigido a las oficinas postales que habían recibido el paquete con los lentes. Estos últimos detalles me proporcionaron un punto de apoyo para desentrañar las deformaciones de su relato. Si al ser llamado a la razón por su amigo no había ya girado la pequeña suma al teniente A. ni tampoco al teniente B., sino directamente a la oficina de Correos, tenía que saber y haber sabido ya antes de su partida que sólo a la empleada de Correos, y a nadie más, adeudaba el importe del reembolso.

Y, en efecto, resultó que así lo sabía antes de la advertencia del capitán y de su juramento, pues ahora recordaba que horas antes de su encuentro con el capitán cruel había hablado con otro capitán, que le había explicado el verdadero estado de cosas […]. Nuestro paciente debía saber que aquello era un error, y, sin embargo, hizo, sobre la base de tal error, el juramento que había de atormentarle. En ello, y luego en su relato de tales sucesos, se ocultó a sí mismo y me ocultó a mí el episodio del otro capitán y la existencia de la amable empleada de Correos. De todos modos, reconozco que después de esta rectificación aún se nos hace más insensata e incomprensible que antes su conducta.
Pero más insensato es lo que a continuación sigue relatando Freud:

Al separarse de su amigo y volver a su casa tornaron a atormentarle sus dudas. Los argumentos de su amigo no habían sido sino los mismos suyos, y veía muy bien que si le habían tranquilizado temporalmente, era tan sólo por la influencia personal del mismo. La decisión de consultar a un médico quedó entretejida en el delirio en la siguiente ingeniosa forma: se haría dar por un médico un certificado de que para su restablecimiento le era necesario llevar a cabo, con el teniente A., aquella serie de actos que había proyectado, y seguramente tal certificado movería al oficial a aceptar de él las 3,80 coronas. La casualidad de que en aquellos momentos cayera entre sus manos un libro mío orientó hacia mí su elección. Pero comprendiendo que no había de obtener de mí tal certificado, sólo me pidió, muy razonablemente, que le libertase de sus ideas obsesivas. Muchos meses después, en el punto culminante de la resistencia, le acometió de nuevo la tentación de ir a P., buscar al teniente A. y representar con él la comedia de la devolución del dinero.
No es de extrañar que Freud eligiera este caso para evidenciar de lo que se trata una neurosis obsesiva pues en él se encuentran todos los elementos que la conforman. La fijación anal, las ideas obsesivas, los actos compulsivos, la duda recurrente y la dificultad para hacerse una pregunta con relación a lo que actúa y así poder construir un síntoma que le permita hacerse una pregunta.

Esta última es una condición que se encuentra en el obsesivo y que hace que la entrada en un análisis requiera de una gran dosis de paciencia, seguramente no del analista sino de él mismo. Y es que la construcción del síntoma, esa posibilidad de tomar cierta distancia de su acto para poderlo enmarcar en una forma de pregunta, no repetitiva, o sea obsesiva, sino abierta a lo que pueda encontrar, es algo que nos muestra a todas luces la falta de libertad. Y es así porque apresado en ese mandato superyóico, sólo puede desear una fórmula que lo libre de una culpa que lo mata pero que absolutamente desconoce.

En El Retrato del Artista Adolescente, esa obra maestra de James Joyce, podemos encontrar algo de esto. El autor con ese don tan particular que le fue dado, que se podría decir que sabe pintar con palabras, en el momento de la adolescencia del El Héroe, Stephen su protagonista, hace una semblanza de esa culpa, que lo lleva como bien lo dice el autor a que: Cada uno de sus sentidos estaba sometido a una rigurosa disciplina[…]Sus ojos evitaban todo encuentro con ojos de mujer[…]No cambiaba nunca conscientemente de posición en la cama, se sentaba en las posturas menos cómodas, sufría pacientemente todo picor o dolor[…]Cada uno de sus tres rosarios que rezaba cotidianamente, eran ofrecidos para que su alma creciera más vigorosamente.

Stephen El Héroe o el Retrato del Artista adolescente, novela de James Joyce y El Hombre de las ratas, nos muestran cómo es estar preso del propio cuerpo y de sus propias obsesiones, es por aquí que seguiremos el camino en las próximas reuniones.

2 comentarios:

  1. Padre, que no conocí (pues conocer no es
    Este engaño de días paralelos,
    Este tocar de cuerpos distraídos,
    Estas palabras vagas que disfrazan
    El muro infranqueable):
    Ya nada me dirás, y no pregunto.
    Miro en silencio la sombra invocada
    Y acepto el futuro.
    José Saramago, De Hasta la carne.

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  2. Sí, qué bueno que tengamos la poesía que no hace necesaria la estadística para evidenciar la dificultad de ser humanos. También la belleza.

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