martes, 15 de febrero de 2011

El diván virtual


¿Qué es de lo que menos queremos saber?

Desde que nacemos estamos aprendiendo, lo primero es nuestro nombre, que obviamente no hemos elegido porque no estamos en capacidad de hacerlo. Aprendemos cómo es el mundo, conocemos la luna y las estrellas, ellas siempre han estado ahí, pero para el recién llegado empiezan a existir en el momento en que él también existe. Aprehendemos desde muy pequeños el número que nos ayuda a ordenar el mundo, también las letras. Nos iniciamos en el símbolo, esa forma que nos hace humanos y nos permite hacer uso de la palabra y congregarnos con los demás.

Sabemos que existimos y el saber nos permite ubicarnos, y no precisamente un saber erudito sino lo necesario para poder vivir. La razón de que aquellas enfermedades que afectan la memoria sean tan dramáticas porque tocan el corazón de lo que nos permite Ser. Como si el disco duro que almacena datos, y no sólo los de la propia historia sino todos los necesarios para entender el mundo, se decodificaran y la máquina quedara inservible.

Buscamos saber, de ahí la razón que el hombre quiera ir al espacio, indague los océanos, clasifique especies, almacene conocimientos en enciclopedias, reseñe la historia. Una sed insaciable de penetrar ese mundo que desconoce y que da un sentido a la existencia, pues entre más avanza, más falta por conocer. Porque, ¿acaso la hazaña de poner un pie en la luna, no es un paso tan ínfimo en relación al saber de la inmensidad del universo, comparable a pasar al frente de nuestra casa? Sin embargo esto no desanima, porque lo que anima es esa necesidad intrínseca de explorar, de averiguar, de ahondar en lo desconocido.

Es también la razón del éxito de tantos medios que nos permiten tener el conocimiento a la mano, todo lo que la comunicación de hoy ponen a nuestro alcance. Es que a cabalidad satisfacen esa búsqueda insaciable de llenar ese vacío de lo que no se sabe.

Desde niños estamos signados por la curiosidad, una condición que nos permite darle un sentido a la vida, que nos mantiene vivos, así sea la más vana. Y es que no se trata de si lo que mueve a alguien sea más valioso o no, aunque de hecho, algunos intereses lo sean más que otros, sino que ese querer saber es una forma de pertenecer al mundo: saber si el otro me quiere, qué piensa de mi. Saber de una ciencia, saber cómo combinar los colores para hacer una pintura, una búsqueda perenne de lo que no se sabe. Sabiduría de la vida porque si lo supiéramos todo, no habría sentido para vivir.

Pero de todo esto hay algo que podríamos preguntarnos, y es que en esa curiosidad tan vital, lo que nos hace retroceder es el conocimiento de nosotros mismos. Pareciera que allí se atravesara una barrera, un miedo muy particular, unas defensas insalvables. “Te voy a decir lo que pienso de ti” puede ser una frase que aterra. Y es que somos tan frágiles ante la mirada del otro que nos ve con nuestras fisuras y debilidades, que preferimos negárnoslo a nosotros mismos. Del narcisismo nos habló Freud, una condición muy humana de creer ser mejor de lo que somos, una imposibilidad, no de aceptar nuestros errores, es todavía peor, un dolor que se siente como una herida a la que no queremos exponernos, razón por la cual no queremos saber de ello.

Algo muy humano y entendible, pero también necesario de considerar porque cuando somos capaces de dejar caer la impostura, es posible que gire un poco el espejo, y nos muestre, no lo que queremos ver, sino lo que realmente refleja, y así la vida tenga un poco más de liviandad.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Enero 29 de 2011

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