sábado, 29 de enero de 2011

Artículos y ponencias

Una pregunta por el saber
Decir que no sabemos con entera
certeza hacia dónde vamos,
es una prueba de lucidez.
Lo insólito sería que alguien
efectivamente lo supiese.
¿Lo sabe alguno de nuestros pedagogos,
moralistas, guías y filósofos?
Octavio Paz
El universo existe, eso lo sabemos, aunque no sepamos mucho sobre él. Un cielo, un sol, una luna, muchos planetas que a través de millones de años, en forma eterna, realizan su movimiento. Giran incansables para aparecer y desaparecer en una sincronía perfecta que nos permite decir que existen el día y la noche y poder contarlos en un calendario inventado y útil, que nos ubica y ordena.

Ese universo existente, obediente no sabemos a qué, se sostiene y, nosotros ahí, en el tiempo que nos pueda haber correspondido, gozamos del mismo sol que entibió a Aristóteles, la misma luna que pudo mirar Colón, los mismos astros que rítmicamente realizaban su movimiento cuando el hombre primitivo hizo su aparición. Y en ese universo eterno, nosotros, cada uno, sólo tenemos como máximo unos mínimos años. Si ese es el poco tiempo que nos ha sido dado, si esa vida nos ha sido brindada como un regalo, ¿por qué muchas veces la padecemos, la desperdiciamos? Algunos hasta devuelven el obsequio. ¿Qué es lo que de lo humano no permite que gocemos eso dado?

Un acercamiento a una respuesta se puede dar desde el psicoanálisis. Acercamiento que en sus inicios no es sin dificultad, porque si el decir de Sigmund Freud angustia, el de Jacques Lacan no lo hace más fácil. Pero como todo en la vida hay que hacer el tránsito para poder pasar, después, si a uno le va bien, se podrán ver las cosas desde otro lugar.

No hay encuentro sin desencuentro. Cada sujeto tiene su mundo ordenado, organizado con los saberes que ha acumulado y encontrarse con un decir que arroja algo diferente sobre esas piezas tan bien armadas, genera malestar. Cambiar las ideas en las que se ha creído y, en las que se está bien acomodado, aunque se padezca sin darse cuenta, implica una pérdida. De esto da cuenta la historia cuando encontramos los pasajes de Sócrates o Galileo, entre muchos otros. Personajes que, al adelantarse a una época, son incomprendidos y su influencia se cree nefasta. Hay cierta resistencia para abordar, para poner en duda lo que se ha construido acerca de la racionalidad, el saber, el control y esa bondad intrínseca y espiritualidad atribuida al habitante del mundo porque tiene inteligencia.

No es sencillo acostumbrar la escucha a términos del psicoanálisis como “perverso polimorfo” y “cría humana”, para referirse al niño y al bebé, tampoco “malestar en la cultura” y “jauría humana” pero parecen más acordes con las noticias diarias y con la historia que nos cuenta los actos de nuestros antepasados.

Entonces, encontrarse con un decir diferente puede producir malestar porque atenta contra lo pensado, cambia de lugar y posición un saber adquirido. También, porque en un principio no se entiende y esto pone a pensar, hay que hacer un esfuerzo. Abordar la complejidad del ser humano no es nada fácil. Es prudente preguntarse si remite a consejos, recetas, buenas intenciones, teorías o la razón.

¿A consejos? La realidad nos muestra que en la mayoría de los casos el consejo surte efecto cuando el que lo recibe escucha lo que hace rato quiere oír. Al parecer es operativo si coincide con el propio deseo. Muchas veces lo utilizamos, pero aquí cabría una interrogación, ¿no sería este tiempo mejor empleado si pudiéramos escuchar realmente lo que el otro tiene para decir o revisar lo propio que, en ocasiones, no ha accedido siquiera a una pregunta?

Lo de recetas amerita una reflexión. Si aun en la cocina, donde se tienen los ingredientes necesarios y se pueden medir las cantidades, no hay garantía de que allí resulte un buen cocinero, cómo aplicarla a la gran complejidad del ser humanos. Cómo envasarlo en una fórmula, en un: “Cuando pasa esto es por esto”, “Cuando haga esto diga esto”, “Si hizo esto fue por esto”, “Haga esto para que pase esto”. Debe ser una forma de aliviarnos y engañarnos. Es que a veces la vida se vuelve tan confusa y difícil que tendemos a afianzarnos a algo que nos garantice una respuesta. Pero a veces la cura empieza a convertirse en la misma enfermedad: hay que emplear una gran cantidad de energía para sostener aquella verdad con la que se pretende aliviar.

¿Y las buenas intenciones? Es de esperar que estas deban estar, pero a veces no se alcanza a detectar debajo de esa gran necesidad de hacer el bien, de esa generosidad, una forma muy humana de ejercer poder, de dominar, de lograr que el otro atestigüe que aquello en lo que se cree, es lo que conviene. Circunstancia bastante particular ya esbozada por Hegel, cuando da cuenta a través de su mirada a la historia, cómo ese amo no es tan feliz, ni ese esclavo tan indefenso, allí los dos son necesitados, el uno de que haya alguien que lo reconozca con un poder, saber o autoridad, y el otro, que exista alguien que le confirme que en este mundo siempre habrá alguien que lo puede y lo sabe todo. Figuras que se repiten en el tiempo, no sólo fueron existentes en la antigüedad. Posiciones producto de un deseo desconocido porque siempre estará en relación al deseo del otro.

¿Y el conocimiento de teorías? Hay que tener cuidado pues esto puede engañarnos. Es reconocida la ampulosidad del supuesto sabio, esto ya lo denunciaba Sócrates. Al parecer pocos lo entendieron, aunque es posible que sí, por eso le fue ofrecida la cicuta. Un personaje desobediente de los saberes de la época, que decía cosas inoportunas, que develaba con su ironía aquello en lo que todos querían creer.

Dejar caer un saber duele. Es entendible, hacen parte de nuestra historia, de nuestro pasado y del pasado de aquellos amados, es perder algo con lo que nos hemos construido y, al parecer, amamos nuestros saberes como nos amamos a nosotros mismos. Tal vez esto nos explique por qué se tiende a sacrificar a otros por tan sólo una idea, volviéndose ésta tan importante que, allí, también se termina igual: sacrificado. Esto sólo lo logra el animal humano.

¿Y confiarnos a la razón? La historia nos enseña que ésta nos engaña al igual que la sensación. Hay que pensar en el hombre del Medioevo que miraba el mar. A través de sus sentidos sólo podía ver hasta donde sus sentidos le decían que terminaba, entonces su razón le decía de un abismo profundo donde caería si avanzaba. Algo para pensar, ¿acaso los griegos no habían concebido a Atlas, esa figura mítica condenada a cargar el mundo sobre sus hombros y, en su intuición, ya ese mundo lo imaginaban redondo?

Al poner entonces en duda sus razonamientos el hombre puede avanzar más allá de donde esa “mirada” le muestra, navega y encuentra otro mundo. De igual manera, a partir de lo que por sus sentidos conoce puede ver que el sol y la luna dan vuelta alrededor de la tierra. Y la razón, que siempre es lógica pero no por eso cierta, lo coloca como centro del universo. Hay razones que la razón desconoce, como dijo Pascal, ese gran pensador.

Entonces, ¿aliviamos el dolor con una creencia, una teoría o partiendo de la razón? De todo esto siempre hemos tenido, es con lo que contamos, pero ese dolor insiste, se repite, y es dicho en la náusea sartreana, en ese eterno retorno nietzcheano, compulsión a la repetición lo llama Freud. Como si aquello que nos puede producir dolor, acechara más allá de lo que por naturaleza nos está dado soportar. Lo anterior lleva entonces a una pregunta:

¿Por qué insistimos en un saber adquirido, en ese vacío insondable que angustia? ¿Será que cuando sufrimos hay algo ahí que gozamos?

Estas preguntas abren espacios, permiten la búsqueda, mueven a la acción. Situación evidente en la historia, cuando el hombre creyó tener la verdad y limitó sus cuestionamientos a una sola respuesta: Dios, conocemos un tiempo de muchos años que no se caracterizó precisamente por su santidad. Bastante paradójico si uno es atento a esos rodeos que quedan como rastro en la historia. Dios, esa necesidad intrínseca del ser humano, que en su filosofía Descartes caracteriza como aquel ser omnipotente que con todo su saber juega con nosotros, ya que nos pone en un mundo dónde, por nuestras limitaciones, nos es imposible conocerlo en la dimensión que realmente tiene.

Creencia siempre presente a través de todas las épocas, omnipotencia del creador del cosmos, de todos los planetas, de ese vacío donde ellos se mueven. Movimiento que en el decir de Pitágoras, conocedor del número y amante de la música, es tan perfecto que produce la melodía más bella que por ser siempre escuchada no la podemos reconocer. Y en esa majestuosidad, nosotros allí, habitantes de uno de los incontables puntos que conforman esa creación. Razón entonces tenía alguien ingenioso que decía: “Imagínate Dios tan poderoso, creador de semejante proyecto y algunos lo creemos pendiente de querer saber qué hacen estos pobres humanos con su sexualidad”.

Y aquí encontramos el término por el cual Freud ha sido maltratado, poco entendido, bastante oído, pero poco escuchado: la sexualidad. Somos seres del lenguaje, tenemos la posibilidad de la palabra que nos permite decir. Pero, en ese decir también se encuentra una imposibilidad, y es que el otro no puede escuchar a aquel que habla desde el lugar desde donde dice. Problema humano, a veces nombrado como falta de comunicación evidente en la cantidad de aparatos inventados, producto de la tecnología para mejorarla, los cuales son supremamente útiles para que el mensaje llegue al oído buscado pero que no garantiza que sea entendido.

Freud y sexualidad, a veces parecería una tautología, un pleonasmo. Debe ser por lo mismo, hay algo que no se escucha. Ha sido repetido, y la repetición aparece porque algo de la verdad insiste, insiste para ser interpretada. Y es que es complejo comprender aquello que decía, por lo cual es entendido de muchas maneras.

Es en ese punto, en esta imposibilidad del lenguaje es donde radica eso que el fundador del psicoanálisis denominaba la resistencia. Resistencia a escuchar eso que no se acoge a nuestro imaginario, que no deja pasar, que insiste en un saber adquirido, aunque lo que se sostenga sea motivo de sufrimiento. Es que no sabemos, y además, no se está muy interesado en develarlo. Es la pasión por la ignorancia. Razón quizá por la cual el buen consejo no es recibido, la intención desinteresada sea mal interpretada, la receta mal combinada, la teoría, aunque demostrada puede ser rechazada.

Hay que recordar a Galileo Galilei. Construyó el telescopio, ilusionado tal vez, pensando que siempre los hombres ven lo que tienen ante los ojos. Galileo, un personaje especial, amante del conocimiento y de la humanidad, creyó poder darle algo a esta y que fuera bien recibido. Seguramente entusiasmado con su invento, porque obviaba el hecho de que tuvieran que saber matemáticas para entender el movimiento de los astros, les dijo: “Asómense, miren, ahí se ve”. Le tocó abjurar para conservar su vida. Es paradójico, sólo se ve lo que se puede ver, por eso cuando le tocó el turno a Freud, y los nazis quemaron sus libros en la segunda guerra mundial, este sólo atino a decir: “Menos mal sólo fue eso, en otra época me hubieran quemado a mí”. Claro que si se hubiera quedado también lo hubieran quemado, el ser humano es bastante complejo.

Y aquí alguien diría: -otra de las inculpaciones que se le hacen al psicoanálisis, se le acusa de pesimista, de determinista, de no creer en las posibilidades del ser humano- “Y entonces, si uno ve lo que puede ver, oye lo que quiere oír, percibe, entiende y escucha de acuerdo a lo grabado, preso de saberes antiguos que ni siquiera reconoce, de placeres vividos que añora sin saberlo, de nostalgias de objetos perdidos que le duelen pero que no puede recordarlos porque no sabe si alguna vez existieron. ¿Y entonces?

Es la intención de las siguientes páginas, hablar de la propuesta freudiana: una forma de escuchar aquello que duele para que pueda ser recibido, para ser olvidado. Una posibilidad de relacionarse con el mismo mundo de una manera diferente. El encuentro con la palabra plena, forma de decir de Jacques Lacan, un avance que permitió, entre otros aportes, que la asociación libre, ese descubrimiento de la técnica de Freud, tomara nuevamente un lugar en la clínica, pues su sentido, representado en el diván, estaba pasando a ser, como los dioses griegos, palabra de un crucigrama, malentendido de película de Woody Allen o chiste magazín dominical.

Primer capítulo del libro El Dolor Humano. Psicoanálisis para Desprevenidos. Tercer Mundo Editores. 2005. De Isabel Prado Misas

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