¿Cuál es el poder de las palabras?
En una ocasión a alguien le preguntaron que si se viera obligado a vivir en una época anterior y le fuese permitido llevarse algo de los tantos adelantos actuales, qué llevaría. Su respuesta fue: las medicinas. Seguramente es la mejor elección pues sólo hay que pensar cómo era el mundo cuando no existían los antibióticos, sin los cuales, la muerte por cualquier enfermedad infecciosa era inminente. Sin los analgésicos que alivian dolores que antes estábamos condenados a soportar sin remedio. Sin los anestésicos que aún despiertos, permiten la intervención de alguno de nuestros órganos que, al no sentir el dolor, nos parece ajeno. Una respuesta acertada porque sabemos que los adelantos en la ciencia médica, nos dan la posibilidad de vivir más años y con mejor calidad de vida.
Hoy tenemos la posibilidad de vivir con un corazón con el que no nacimos, con un riñón, un pulmón, en fin, con lo que sea utilizable de otro que por fallecimiento o, aún estando vivo, nos puede donar. Y cómo no estar agradecido con esas pastillas milagrosas que permiten que la epilepsia ya no haga estragos, no sólo neurológicos sino sociales, en el que ahora la padece. También el gran alivio en un paciente psicótico que puede tener una vida, sino normal, un poco más atemperada cuando le sobrevienen esos estados que a los familiares y a los que lo rodean les causan tanta angustia y en esos momentos no saben qué hacer. Y aquel que en una depresión aguda necesita algo que, por un tiempo, le ayude a sobrellevar la pena, o en el que en un estado de angustia desbordada encuentra sosiego en un calmante. Allí el medicamento es como un milagro, una gran posibilidad de vida, una respuesta a una necesidad que sólo con eso se puede calmar.
Sin embargo sucede que debido a su efectividad, a veces olvidamos que no somos solamente biológicos, que también nos duele el alma y para eso no hay pastilla que valga. Y no vale porque también somos seres de sucesos aparentemente olvidados, productos de una historia vivida que sigue insistiendo en el momento presente, que determina muchas de nuestras acciones, motiva nuestras alegrías y también los desasosiegos que nos hacen sufrir. No somos sólo biología, por eso en ocasiones, ni las pastillas ahuyentan el insomnio, el efecto que calma la ansiedad dura poco y, en el niño hiperactivo apaciguado con píldoras, no sabremos si lo que le ocasiona su ansiedad fue resuelto, aunque sí lo haya sido para los otros que, con su aparente calma, pueden quedar tranquilos.
La medicina tiene la virtud, además, que obra por sí sola, nos alivia sólo con tomarla, pero desafortunadamente no todos nuestros malestares son tan fácilmente curables, en muchos hay que poner de nuestra parte y allí es donde la palabra opera. Hay una frase que dice que la palabra mata, y lo entendemos, las hay que pueden hacer mucho daño, por eso también es creíble que la palabra cure. En una cura dónde lo que fue dicho en algún momento ya olvidado de nuestra historia, se pueda volver a traer para, como decía Freud: “En un rodeo restaurar las palabras para devolverles, al menos en parte, su antiguo poder mágico”.
Un poder mágico que operará sobre lo que se escuchó, seguramente en momentos traumáticos que en edades tempranas son muchos, porque poco se entiende del mundo y donde lo sucedido queda grabado a la manera del niño, y sigue insistiendo en el adulto que padece miedos nocturnos y no puede dormir, que no puede comer, o come demasiado, en el que una adicción es su razón de vivir. Aquel para el cual el amor es un drama, la sexualidad un tormento, la amistad un imposible o el trabajo un enemigo, porque enlazado a unas palabras y a unos afectos reprimidos, que ninguna pastilla eliminará, le queda afortunadamente el camino de poner algo de su parte y empezar a decir lo que le duele y no puede cambiar.
Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Noviembre 20 de 2010
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