viernes, 7 de mayo de 2010

Seminario. Clase Octava


La lectura de lo que le sucede al personaje de La Metamorfósis, impone preguntas y ciertas cavilaciones. La primera, la evidencia de la dificultad de poner los pensamientos en palabras para ser escuchadas. La palabra, la principal forma de relacionarse consigo mismo y con el mundo, es también en lo que aparece la mayor torpeza. Y menos por lo que pueda ser mal dicho, principalmente por lo que calla, por lo que no se atreve a decir y, sobre todo lo que no sabe que tiene para decir. En lo primero estaría el secreto, en el segundo lo tan secreto que ni el mismo que habla lo sabe.

Por el propio Gregorio sabemos muchas cosas, su vida queda expuesta, pero no para él, aunque lo piense, su final lo demuestra. Como un desecho, en su cuarto que se convierte en el basurero de la casa, muere sin consideración, ni siquiera la de él mismo. Y vuelve a surgir la pregunta de si el autor exagera, lo mejor sería tratar de responderla.

Hay una joven, ella no se ha convertido en monstruoso insecto, sólo que ha entrado en un mutismo, se halla muy triste, se queda acostada y no quiere salir del cuarto. Siempre había sido muy ocupada en su trabajo que realiza muy bien para beneplácito de sus jefes. Es llevada a consultar porque no entienden qué le pasa, ella tampoco. En lo poco que alcanza a decir, pues le cuesta cada palabra, relata que desde muy niña ha sido silenciosa, no le gusta salir de su casa, y se ocupa muy bien de sus hermanos, por los que siente que debe ser la cuidadora.

Medicada debido a su alto grado de fragilidad, habla. Y lo primero que se le ocurre es que desde que le dijeron que debía haber algo que motivaba su estado, solo piensa en una escena: cuando era una niña, estando en la casa de unos amigos, recuerda que alguien le ofreció algo, luego muy mareada se ve a sí misma arreglándose la ropa y en ese momento dice: “y él me estaba ayudando”. Al terminar la frase, baja la voz, como preguntándose a sí misma: ¿ayudando? Se queda un largo rato en silencio, confundida, sorprendida. Se recupera un poco y dice que eso hasta ahora lo recuerda, nunca lo había contado y concluye: fue desde ese momento en que me encerré en la casa.

No es lo mismo saber algo y decírselo a sí mismo que decírselo a otro, porque al decirlo a otro, las palabras que se usan asaltan al que habla. Y todavía más, cuando al querer decir algo a otro, aparece lo que no se había dicho ni siquiera a sí mismo, como en el caso anterior. Algo brincó para ella misma, algo con relación a Otro que no era aquel que escuchaba. Su silencio y su sorpresa, mudos para el que está al frente, tienen toda la resonancia a un interior que estaba solidificado. De aquello del discurso que no es de la apariencia, de el discurso del inconsciente, de la emergencia de una cierta función del significante.

Emergencia que, volviendo a Samsa, no tiene lugar. O la tiene, convertido en algo indeseable que habla, pero no en palabras. Sujeto desaparecido que, en su lugar, todo- objeto, cae, se arrastra. En el caso de la joven, también caída, pero algo alcanza a balbucear. También lo que nos deja ver de lo que falta en la historia que Kafka nos ofrece y que nunca sabremos, lo que yace en Gregorio, nunca recordado, sexual, infantil, que en un momento de la vida adulta irrumpe, como esa mañana aciaga después de un sueño intranquilo, o como en nuestro caso, no literario, donde ella cualquier día y sin motivo aparente, decidió no salir de la habitación.

¿Y no es de lo que trata lo inconsciente? Que pareciera enseñar que en la vida que cada uno vive es más fácil padecer la acción que ponerla en palabras, lo que nos recuerda a Lacan en La Dirección de la Cura y los Principios de su Poder: Nada más temible que decir algo que podría ser verdad. Porque podría llegar a serlo del todo, si lo fuese, y Dios sabe lo que sucede cuando algo, por ser verdad, no puede ya volver a entrar en la duda. Paso del sujeto cartesiano al sujeto del inconsciente, caída de la ignorancia, que no es sin dolor.

Y para terminar con nuestro protagonista, con esa historia corta y escrita con una sencillez que abruma, no podemos dejar de lado la forma como se mueve la dinámica de la familia. El autor, que no sabemos si estaba al tanto de todo lo que ponía ante nuestros ojos, hace aparecer unos personajes en el escenario. Tres caballeros a los que les alquilan un cuarto y que terminan apoderándose de toda la casa. Dice el narrador: “Los padres, quienes nunca antes habían alquilado una habitación y que, por lo mismo, eran exageradamente corteses con los inquilinos, ni siquiera se atrevían a sentarse en sus propias sillas”.

Una forma de proceder que desesperaría a Bergler, que los consideraría coleccionadores de injusticias. Y no es que no lo sean, pero es lo que permite entender la injusticia del pobre Gregorio porque allí todos son injustos. En una servidumbre al Otro, no es sólo el hijo quien la padece, sólo es aquel que más la muestra. Como en un molde, sólo le queda repetir en acto lo que del fantasma allí, no ha podido ser dicho.

Clase del martes 20 de abril de 2010

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