Dependencia y sobreprotección
Cuando hablamos de dependencia lo entendemos como la incapacidad para realizar por propia cuenta y riesgo lo que corresponde a la edad. Lo anterior no es falso, pero es algo que va más allá.
La dependencia es un dolor indecible, una situación muy penosa por el continuo miedo de “pasar pena”, lo que nombramos como: “Vivir pendiente del qué dirán”. Un qué dirán que amordaza, afecto que se inmiscuye en cualquier elección, entendible porque siendo seres gregarios, el semejante siempre estará en el horizonte de cualquiera de nuestros actos, si así no fuera, no podríamos vivir en grupo porque librados todos a: “Lo que nos diera la gana” no habría lazo social que se sostuviera.
Estamos hablando entonces de algo que es común pero con un agravante, y es que este sentimiento ocupa de tal manera al llamado Dependiente, que todos los actos de su vida están regidos por el temor a realizar lo que, de pronto, no va a ser mirado con buenos ojos. Una dependencia que no se refiere precisamente al otro que tenemos al frente, aunque la represente, sino a un otro que llevamos en la mente, que apabulla con una serie de pensamientos que limitan para ser lo que realmente se quiere ser. Una entramada de prejuicios, armazón de inhibiciones, cúmulo de dudas paralizantes, y en el cuerpo, sudores y temblores que atan no sólo la lengua, también el pensamiento.
Es así, que el estudiante en clase se abstendrá de hacer una pregunta para él importante, un empleado en el trabajo, se guardará el aporte que hubiera mejorado la empresa, un padre o una madre callarán ante los abusos a sus hijos o de sus hijos, un profesor no tendrá palabras para proponer sus criterios, y el jefe permitirá que sus subalternos burlen las normas, así como el enamorado no podrá decir sus afectos.
Dudas que afectan también el vestir, llevando a algunos, y en este caso especialmente a las mujeres, a emplear un tiempo desmesurado combinando prendas para terminar eligiendo lo que menos quería lucir. Es como vivir en una burbuja o detrás de un vidrio, como un observador que se siente observado mirando el mundo del que quisiera participar, pero le está vedado. Y cuando a veces lo logra, lo asalta una culpa que no sabe de dónde viene, lo que si sabe es lo que le dice, que no lo hizo nada bien.
Es conocido que esta situación está relacionada a una crianza de sobreprotección, lugar común, del que se cree ya está todo dicho, sin embargo se podría decir algo más. Es entendible que si el medio en que se vivió no permitió el desarrollo de la posibilidad de decisión, más tarde, al verse abocado a hacerlo, se encontrará con la angustia. Y es así, porque ella da cuenta de la soledad verdadera, aquella en la que se encuentra el ser humano frente a sí mismo y donde sabe, o más bien intuye que la vida le exige ser su propio artífice.
Una angustia que aparece producto de haber estado siempre en posición de recibir y poco en posición de dar. Por eso en el momento se escabulle, negándose a si mismo lo que quisiera decir, o se borra, cuando la mente le juega la mala pasada de quedar en blanco. Nada acude a ella, convirtiéndolo en una nada que no quiere ser.
A veces en un malentendido se cree que para salir de este estado se deben sufrir las consecuencias de perder lo que se ha tenido, cuando esto sólo lo haría más pobre, más adolorido. Podríamos mejor concluir que la sobreprotección ejercida sobre alguien no consiste en haberle dado mucho, sino en haberle pedido poco. De allí que ese alguien puede construir su vida pensando que lo que tiene para dar no significa nada para los demás. Seguir creyéndolo no lo ayudará. Sólo le queda averiguar.
Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla. Mayo 28 de 2011