lunes, 28 de febrero de 2011

El diván virtual


¿A qué se le llama histeria?

Generalmente decimos: “Se puso histérico”, cuando vemos a alguien en esos estados en los cuales la persona se ve desbordada por sus emociones. Frase que muestra que algo sabemos, aunque no siempre se tiene razón, porque uno se puede ver desbordado por situaciones que lo hacen salirse de casillas, sin ser precisamente un histérico. La histeria es una cosa seria, tan seria que se puede definir como la búsqueda de la insatisfacción. Algo bastante fácil de encontrar.

Si analizamos un solo día de nuestras vidas, seguramente allí encontraremos sucesos que nos muestran que siempre habrá algo de lo que podríamos quejarnos. Que el que esperábamos no llegó, que hace mucho calor, que nuestro hijo nos contestó mal, que el dinero con que contábamos no lo recibimos, y esto en lo que es menos traumático. Todavía peor cuando nos sacuden situaciones que sí, realmente, nos cambian la vida, lo cual deja ver que vivimos en la falta. Digamos que siempre algo falta, un “algo falta” que en la histeria se vuelve necesario remarcar, y no precisamente para solucionarlo sino para señalarlo y quejarse. Para confirmar, como si apenas se enterara, lo que ya se sabe: el mundo y su imperfección.

La histeria implica muchos aspectos que no son nada banales, pero este es el más vistoso y fácil de reconocer. Una condición de estar en el mundo que puede traer mucho dolor, y no porque de hecho estemos siempre expuestos a él, sino por la forma de enfrentarlo. Una desmesura en la apreciación de lo que sucede, que lleva a la impotencia y por lo tanto a la incapacidad para buscar caminos que den lugar a una solución. Es así como aquel descontento con su trabajo, se pasa la vida hablando mal del jefe, la mujer maltratada se regodea a diario en contar a la vecina sus desventuras, el estudiante se sabe al dedillo los defectos del profesor pero nunca se pregunta por los suyos. Una forma de vivir el mundo como si no se hiciera parte de él, dónde el otro tiene todo el poder, y por supuesto, la culpa.

Es vivir en la frustración de lo que no se dio, de lo que no se dijo, de lo que alguna vez se tuvo y se perdió. Por eso a veces nos sorprendemos con dolores que alguien sufre, tan antiguos que ya debían haber quedado en el pasado, pero que se arrastran como si fueran actuales. Y dolores actuales, en los cuales se permanece con toda clase de justificaciones que hace cierto el refrán aquel que dice: “Al que le gusta el barro carga el terrón en la mochila”. Pero es que no es fácil, y no lo es porque es inconsciente, lo que quiere decir que no nos damos cuenta, sólo sabemos que sufrimos, que las cosas no nos salen como queremos, para concluir que no nacimos con estrella sino estrellados.

Y es que hay algo muy particular que tiene que ver con la histeria: el deseo del otro. Una forma que nos está dada por estructura, porque cuando nacemos no sabemos nada del mundo y entramos en él a través de lo que el deseo del otro nos muestra, es la razón de que para la mayoría, la madre es la que sabe el punto exacto del azúcar para endulzar su leche, lo que no reflexionamos es que ese es el punto, porque es el que ella misma mostró como punto.

Vivimos confundidos con el deseo del otro, deseamos lo que desea el otro, de ahí que la insatisfacción haga estragos, porque con el deseo propio perdido, no hay quien lo pueda satisfacer. Como en el caso de la señora muy apesadumbrada que insistía en que su esposo debía ir a consulta porque vivía muy pendiente de su trabajo, tenía muchos amigos con los que salía, practicaba deportes que lo alejaban de la casa y no se preocupaba por ella. Hasta que descubrió que por estar tan ocupada con su mirada puesta, sólo sobre lo que él deseaba y gozaba, no había podido ni siquiera preguntarse por lo que ella quería.

Escrito de IPM publicado ne el perdiódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Febrero 12 de 2011


jueves, 24 de febrero de 2011

Seminario. Segunda clase


La metáfora paterna, y lo que representa la ley.

El Grito, Edvard MunchEn el trabajo que nos hemos propuesto, iniciamos con la pregunta por la libertad y tomamos algunos ejemplos que nos da Freud sobre El hombre de las ratas, como una muestra de la captura en la obsesión. También recurriendo a la literatura, con nuestro Artista adolescente de Joyce, tratamos de entender de lo que se trata la imposibilidad de salir de un estado en el que se está preso. Ahora, en una lógica que nos irá guiando en la medida en que se avanza, podemos empezar a adentrarnos en nuestro tema. Del padre del Hombre de las ratas relata Freud:

Según todos los informes, el padre de nuestro enfermo había sido un hombre excelente. Antes de casarse había pertenecido al Ejército en calidad de suboficial y la vida militar había dejado en él como residuos una cierta dureza de expresión y un gran amor a la verdad. A más de aquellas virtudes que habitualmente atribuyen los epitafios a todos los fallecidos, entrañaba un excelente humor, cordialísimo, y una afable bondad para con todos sus semejantes. Este carácter no queda ciertamente, contradicho, sino más bien completado, por el hecho de que solía ser violento y fácilmente irritable, circunstancia que valió a sus hijos, mientras fueron pequeños y traviesos, sensibles correctivos. Cuando los niños crecieron, el padre se diferenció de los demás en que no trató de elevarse a la categoría de autoridad intangible, sino que reveló a sus hijos, con bondadosa sinceridad, las pequeñas faltas y torpezas de su propia vida. No exageraba seguramente su hijo al manifestar que sus relaciones habían sido las de dos buenos amigos.
Es en la pregunta que resonaba en Freud, acerca del casi delirio que había aquejado al joven con relación a la deuda, que se van a ir encontrando más pistas acerca de ese padre cuya primeras semblanzas eran de epitafio:

Había servido en el Ejército varios años y solía relatar muchas anécdotas de aquella época […]El padre había perdido en una ocasión, jugando a las cartas (Spielratte), una pequeña suma que le estaba confiada en su calidad de suboficial, y lo hubiera pasado mal si un camarada no se la hubiera prestado. Cuando abandonó el Ejército y llegó a una posición acomodada, buscó al bondadoso camarada para devolverle aquel dinero, pero no pudo encontrarle. Nuestro paciente no sabía a punto fijo si llegó a efectuar la restitución deseada. El recuerdo de esta falta juvenil de su padre le era penoso, ya que su inconsciente estaba lleno de dudas hostiles sobre las cualidades del mismo.
Lo importante aquí es que ese recuerdo fuera penoso para el hijo, evidenciando la duda sobre las cualidades que lo adornaban. Un recuerdo para él doloroso y en el que antes no había podido ahondar y que permitía sostenerle el lugar al Otro. Algo que en la historia de Stephen el Héroe se muestra así:

La tarde en que los bienes fueron vendidos, Stephen siguió mecánicamente a su padre por la cuidad de taberna en taberna[…]Las humillaciones habían venido una tras otra[…]La taza de Mr Dédalus había temblequeado en el platillo, mientras Stephen moviendo la silla y con toses fingidas procuraba ocultar las vergonzosas señales de la correría alcohólica la noche pasada[…]Caminaba al lado de su padre escuchando historias que ya conocía, escuchando una vez más las historias de aquellos calaveras que habían sido los compañeros de juventud de su padre[…]Un vago malestar temblaba en su corazón[…]Notó que la voz de su padre se deshacía en una carcajada: una carcajada que era casi un sollozo[…]Oyó que el sollozo se hundía sonoramente en la garganta de su padre y un impulso nervioso le hizo abrir los ojos. La luz del sol, al romper de improviso contra sus pupilas, transformaba las nubes y el cielo en un mundo fantástico de masas sombrías […] Apenas si podía interpretar los letreros de las tiendas. Porque aquella monstruosa vida suya lo había arrojado más allá de de los límites de lo real.
Lo que El hombre de las ratas no nos puede contar de ese momento de la caída del padre, nos lo describe Joyce de esta manera:

No podía responder a las llamadas de la tierra, ni de los hombres, sordas e insensibles a la voz del verano y al gozo y la camaradería, ahítas y descorazonadas de oír el sonido de las palabras de su padre. Apenas si podía reconocer como propios sus pensamientos.

También la caída de lo infantil, de ese imaginario que se construye con retazos de escenas y afectos que se diluyen en la memoria:

Se le nubló de repente el recuerdo de su niñez. Trataba de evocar sus vividos incidentes y no podía. Sólo recordaba nombres. Una señora de edad que tenía dos cepillos en su armario. Y enseñaba geografía a un niño pequeñito. Qué extraño era el pensar que él había dejado de existir de este modo, no a través de la muerte, sino desvanecido al sol, perdido y olvidado […] Su niñez estaba muerta o perdida y con ella el alma propicia a las alegrías elementales.
El encuentro con lo Real que, en nuestro caso, el escritor por su don puede relatar, y que en el tratamiento de la cura se da otra manera, pero seguramente con los mismos efectos. Esa forma en que las palabras engranan para producir asociaciones que, en algún momento, como algo mágico atinarán en un abrirse y cerrarse a ese encuentro, Freud dice:

El azar, que ayuda en la producción de síntomas como el sentido literal de una palabra en los chistes, permitió que una de las pequeñas aventuras del padre tuviera con la invitación del capitán un elemento común[...]
Las palabras del capitán «Tienes que devolver al teniente A. las 3,80 coronas», sonaron en sus oídos como una alusión a aquella deuda no pagada de su padre.

Y ya sabemos lo que sucedió después. Después que esa palabra: Spielratte se revela asociada al pago, al dinero, a las ratas y sobre todo, todo lo que había sucedido antes de que fuese revelada.

Por Joyce entendemos que para Stephen el derrumbamiento se sucede así:

Una mañana, dos grandes carros de mudanza habían parado delante de la puerta y unos mozos habían entrado a empellones dentro de la casa y se habían puesto a desmantelarla. Stephen los había visto avanzar pesadamente por el camino de Merrion, desde la ventana del tren donde estaba sentado junto a su madre. Su madre tenía los ojos enrojecidos […] Estaba sentado al lado de su padre escuchando atentamente su largo e incoherente monólogo. Poco o nada entendía de él, pero poco a poco empezó a darse cuenta que su padre tenía enemigos.
En la historia de Stephen parece estar todo dicho, pero si no lo hubiera estado, ¿cuál sería el significante que habría quedado guardado, que cerraría y abriría el camino a sus síntomas? No lo sabemos. Lo que sí se sabe es los efectos del significante que apresan, condenan, pero que también escuchados, pueden dar lugar a cierta libertad.

El epígrafe de la invitación del presente seminario, estas palabras de Lacan nos seguirán guiando, para avanzar en la interrogación:

El padre, el Nombre-del-Padre, sostiene la estructura del deseo junto con la ley.- pero la herencia del padre, Kierkegaard nos la designa: es su pecado.
Es el pecado del padre de Joyce y el del joven paciente de Freud, que quedan consignados en la historia, seguramente sólo una guía para aquel que habla y desde allí alcanzar lo que está más allá. La mostración de una falta, que para todos será distinta pero en todos nunca faltará.

Obra: El Grito, Edvard Munch

martes, 22 de febrero de 2011

El diván virtual


Primera vez al colegio. ¿Un drama?

Hablar de los problemas de los hijos es algo que en general trae, en los padres, cierta inquietud, porque se teme confirmar la sospecha de que podemos estarnos equivocando. Situación muy común y además saludable, ya que es más probable la equivocación en aquel que vive en la certeza de que todo lo hace bien. Pero a veces, indagar produce culpa, lo que no permite abrirse al entendimiento porque inmediatamente aparece la necesidad de defendernos o de abandonarnos a la recriminación.

Ser padres no es la función más sencilla que nos ha sido dada, razón por la cual debemos sentirnos satisfechos si nuestro hijo logra hablar, entenderse con los demás y responder en la medida de sus posibilidades a lo que el mundo le exige. Los recursos con que contamos para lograrlo son nuestros valores, creencias y, especialmente nuestra forma de ser, que generalmente desconocemos. Es la razón de que en consulta, cuando un hijo describe al padre y a la madre, hace una semblanza de ellos tan particular y personal que cuando se llega a conocerlos, no parecen tener mucho que ver con lo narrado por el que habla.

Es que el padre que uno cree ser no es el padre que el hijo siente tener, y, sería interesante, aunque sabemos que no es tan sencillo, poder saber, a través de lo que nos devuelven nuestros hijos, qué es lo que transmitimos. Hay una frase que dice: “Uno recibe del otro su propio mensaje invertido”, algo así como que aquello que con sorpresa recibimos del otro, tiene que ver, en ocasiones, con lo que inconscientemente hemos pedido.

Una situación que se refleja cuando el hijo entra por primera vez al colegio, un acontecimiento lleno de expectativas en el cual se manifiestan las angustias, las prevenciones, los miedos, y no precisamente de los niños. Sólo hay que preguntarse por qué hay pequeños en los que este desprendimiento no es tan traumático, mientras que para otros se convierte en un drama.

¿Será que la angustia que siente el niño al iniciar este paso, es sólo suya? ¿O será producto de una aprehensión que ve en el otro que, al igual que él, teme que si no están juntos no estará seguro? Una seguridad que por naturaleza el hijo sólo la siente a su lado, pero si el otro, la madre o el padre, también lo cree así, no le será fácil abrirle el camino para que avance. Algo bastante difícil para algunas madres y entendible para todas, pues ese pequeño que se ha llevado en el vientre, que se ha cuidado con esmero, al momento de dejarlo en otros brazos no es algo que se da sin temores. Es que no es fácil soltarlos, momento crucial para los padres, que temen un dolor que sufrirá el hijo, pero que oculta el que ellos no quieren sentir.

Un primer momento de desprendimiento dónde se evidencia una forma muy humana de creer que somos imprescindibles, por lo cual lo imaginamos sufriente y dolido si no nos tiene a su lado. Razón también de la sorpresa frecuente, que encubre una cierta desilusión, cuando nos cuentan que la pasó muy bien. Es que a veces el llanto del otro se asume como un tributo, un reconocimiento de amor, un pago por los desvelos.

Unos desvelos cuya mayor recompensa sería la posibilidad del hijo de entrar al mundo con alegría y confianza porque ese apego necesario pudo ir cediendo, sin embargo hay razones que desconocemos que nos llevan a excesos de angustia, que sin darnos cuenta transmitimos y el otro actúa, porque al buscar la mirada que lo hará sentirse seguro, en ella ve desconfianza y pena. No sabemos cómo miramos cuando miramos, lo que sí podemos saber es cómo responde el otro a nuestra mirada, y eso ya nos puede dar una pista para hacernos por ahí, una pregunta.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Febrero 5 de 2011

sábado, 19 de febrero de 2011

Seminario. Primera clase



La metáfora paterna y lo que representa la ley

Vamos a comenzar el presente seminario sobre el padre y la ley, con el caso de El hombre de las ratas que, de entrada, nos va permitir hacernos una pregunta sobre un tema propuesto: la libertad. No entraremos en disquisiciones sobre ella en sentido social o político, no es ésta nuestra pregunta, aunque es bueno anotar que, en los términos que la vamos a tratar, seguramente estaremos encontrando muchas razones para entender algo de lo social y político, ya que tienen todo que ver con el sujeto. Empecemos entonces con una pregunta: ¿Qué libertad nos deja ver el joven teniente, paciente de Freud?

Sabemos que después de escuchar una historia que no podemos tildar de anodina, porque realmente causa impresión, se ve impulsado a una serie de ideas obsesivas, que ya eran su característica, pero no en la magnitud que lo llevarán a consultar.

Una historia que relata un capitán, el Capitán Cruel como lo llamará, que nos lleva a pensar que no es seguramente por la crueldad de la historia que se desata en él tal malestar, sino precisamente por aquello que la teoría nos pone de presente y es que: un sujeto es lo que representa un significante para otro significante. Significantes entramados en el relato que desatarán en el sujeto la suerte de pensamientos que lo dejarán preso de unos actos, de los cuales no puede sustraerse y que denotan a todas luces de lo que se trata el goce. Una forma de dar vueltas sobre un mandato, unas frases insistentes que lo llevan a actos irracionales en los que no cumple su objetivo y en los que se desgasta y agota física y mentalmente. Una pérdida de tiempo, de energía, que denotan que lo supuestamente busca en la realidad obedece a un Real que se escabulle.

Recordemos que su interés se centra en querer pagar el valor de unos lentes que le fueron enviados por la estafeta del correo quien, confiando en la honorabilidad de quien los pidió, en este caso nuestro teniente, esperaba le fueran pagados por el mismo medio. Sin embargo es a partir de este suceso trivial, asociado al relato del capitán, quien contó una forma de tortura donde a los prisioneros de guerra le era atado un recipiente con ratas, que luego se introducían por el ano. Una historia que, aunque impactante, no por eso explica lo que luego sucede al famoso paciente. Y es que asocia el pago de la deuda a la tortura relatada con la posibilidad de que eso le suceda a la mujer que ama, y lo más paradójico, a su padre que, luego Freud se va a enterar, ya había fallecido.

Nos dice Freud lo que le relata el paciente, que deja ver todo un juego metonímico en el que se encuentra preso, y donde él sólo se entiende por la confusión que ha hecho de los tenientes, capitán, y lugares para pagar una deuda que ya sabía era a la oficina de correos que debía entregar.

La noche fue espantosa. Argumentos y contraargumentos pugnaron ruidosamente en su cerebro. El argumento principal era, naturalmente, que la premisa fundamental de su juramento se había demostrado errónea, ya que el teniente A. no había pagado por él ningún dinero. Pero se consoló pensando que A. haría con ellos, al día siguiente, una parte de la marcha hasta la estación ferroviaria de P. y podría él darle el dinero, rogándole que se lo entregase a B. Llegado el momento, no lo hizo y dejó partir a A. sin decirle nada, encargando, en cambio, a su asistente que le anunciara su visita para aquella misma tarde. Por su parte, llegó a las nueve y media de la mañana a la estación, dejó su equipaje en la consigna y evacuó diversos asuntos en la pequeña ciudad, siempre con el propósito de hacer luego su anunciada visita a A.

El pueblo en que A. se hallaba acantonado estaba a una hora en coche de P. El viaje en ferrocarril hasta la localidad donde se hallaba la oficina de Correos duraba tres horas: creía, pues, que habría de serle posible alcanzar, una vez llevado a cabo su complicado plan, el último tren que salía de P. para Viena. Las ideas que en él pugnaban eran las siguientes: Por un lado, que si no acababa de decidirse a cumplir su juramento, era por pura cobardía, pues quería ahorrarse la molestia de pedir aquel servicio a A. y aparecer ante él como un perturbado. Y por otro, que la cobardía estaba precisamente en cumplir el juramento, ya que con ello se proponía tan sólo libertarse de sus ideas obsesivas. Cuando en una reflexión se contrapesaban de este modo sus argumentos, el sujeto acostumbraba abandonarse al azar, y así, cuando un mozo de la estación le preguntó si iba a tomar el tren de las diez, contestó afirmativamente y partió en dicho tren, creando un hecho consumado que le alivió mucho. Al pasar el empleado del coche-comedor le encargó que le reservase un puesto para la comida; pero ya en la primera estación se le ocurrió que todavía podía bajar en ella, tomar un tren en sentido contrario hasta la localidad donde A. se hallaba, hacer con él el viaje de tres horas hasta la oficina de Correos, etc. Sólo el encargo dado al empleado del coche-comedor le retuvo de poner en práctica tal propósito, pero no renunció a él por completo, sino que lo fue aplazando de estación en estación hasta llegar a una en la que no podía descender por tener parientes en la localidad a la que correspondía, y entonces decidió seguir ya su viaje hasta Viena, buscar a su amigo, someterle la cuestión y volver en todo caso a P. en el tren de la noche.

Ante mis dudas de que le hubiera sido posible llevar a cabo semejante plan, me aseguró que entre la llegada de su tren y la salida del otro habría podido disponer de media hora. Pero al llegar a Viena no encontró a su amigo en la cervecería donde esperaba hallarle, y ya a las once de la noche le vio en su casa y le contó su perplejidad. El amigo se manifestó asombrado de que aún dudase de que se tratara de una idea obsesiva, le tranquilizó por aquella noche, durante la cual durmió sin angustias, y a la mañana siguiente le acompañó a Correos, donde impuso un giro de 3,80 coronas dirigido a las oficinas postales que habían recibido el paquete con los lentes. Estos últimos detalles me proporcionaron un punto de apoyo para desentrañar las deformaciones de su relato. Si al ser llamado a la razón por su amigo no había ya girado la pequeña suma al teniente A. ni tampoco al teniente B., sino directamente a la oficina de Correos, tenía que saber y haber sabido ya antes de su partida que sólo a la empleada de Correos, y a nadie más, adeudaba el importe del reembolso.

Y, en efecto, resultó que así lo sabía antes de la advertencia del capitán y de su juramento, pues ahora recordaba que horas antes de su encuentro con el capitán cruel había hablado con otro capitán, que le había explicado el verdadero estado de cosas […]. Nuestro paciente debía saber que aquello era un error, y, sin embargo, hizo, sobre la base de tal error, el juramento que había de atormentarle. En ello, y luego en su relato de tales sucesos, se ocultó a sí mismo y me ocultó a mí el episodio del otro capitán y la existencia de la amable empleada de Correos. De todos modos, reconozco que después de esta rectificación aún se nos hace más insensata e incomprensible que antes su conducta.
Pero más insensato es lo que a continuación sigue relatando Freud:

Al separarse de su amigo y volver a su casa tornaron a atormentarle sus dudas. Los argumentos de su amigo no habían sido sino los mismos suyos, y veía muy bien que si le habían tranquilizado temporalmente, era tan sólo por la influencia personal del mismo. La decisión de consultar a un médico quedó entretejida en el delirio en la siguiente ingeniosa forma: se haría dar por un médico un certificado de que para su restablecimiento le era necesario llevar a cabo, con el teniente A., aquella serie de actos que había proyectado, y seguramente tal certificado movería al oficial a aceptar de él las 3,80 coronas. La casualidad de que en aquellos momentos cayera entre sus manos un libro mío orientó hacia mí su elección. Pero comprendiendo que no había de obtener de mí tal certificado, sólo me pidió, muy razonablemente, que le libertase de sus ideas obsesivas. Muchos meses después, en el punto culminante de la resistencia, le acometió de nuevo la tentación de ir a P., buscar al teniente A. y representar con él la comedia de la devolución del dinero.
No es de extrañar que Freud eligiera este caso para evidenciar de lo que se trata una neurosis obsesiva pues en él se encuentran todos los elementos que la conforman. La fijación anal, las ideas obsesivas, los actos compulsivos, la duda recurrente y la dificultad para hacerse una pregunta con relación a lo que actúa y así poder construir un síntoma que le permita hacerse una pregunta.

Esta última es una condición que se encuentra en el obsesivo y que hace que la entrada en un análisis requiera de una gran dosis de paciencia, seguramente no del analista sino de él mismo. Y es que la construcción del síntoma, esa posibilidad de tomar cierta distancia de su acto para poderlo enmarcar en una forma de pregunta, no repetitiva, o sea obsesiva, sino abierta a lo que pueda encontrar, es algo que nos muestra a todas luces la falta de libertad. Y es así porque apresado en ese mandato superyóico, sólo puede desear una fórmula que lo libre de una culpa que lo mata pero que absolutamente desconoce.

En El Retrato del Artista Adolescente, esa obra maestra de James Joyce, podemos encontrar algo de esto. El autor con ese don tan particular que le fue dado, que se podría decir que sabe pintar con palabras, en el momento de la adolescencia del El Héroe, Stephen su protagonista, hace una semblanza de esa culpa, que lo lleva como bien lo dice el autor a que: Cada uno de sus sentidos estaba sometido a una rigurosa disciplina[…]Sus ojos evitaban todo encuentro con ojos de mujer[…]No cambiaba nunca conscientemente de posición en la cama, se sentaba en las posturas menos cómodas, sufría pacientemente todo picor o dolor[…]Cada uno de sus tres rosarios que rezaba cotidianamente, eran ofrecidos para que su alma creciera más vigorosamente.

Stephen El Héroe o el Retrato del Artista adolescente, novela de James Joyce y El Hombre de las ratas, nos muestran cómo es estar preso del propio cuerpo y de sus propias obsesiones, es por aquí que seguiremos el camino en las próximas reuniones.

martes, 15 de febrero de 2011

El diván virtual


¿Qué es de lo que menos queremos saber?

Desde que nacemos estamos aprendiendo, lo primero es nuestro nombre, que obviamente no hemos elegido porque no estamos en capacidad de hacerlo. Aprendemos cómo es el mundo, conocemos la luna y las estrellas, ellas siempre han estado ahí, pero para el recién llegado empiezan a existir en el momento en que él también existe. Aprehendemos desde muy pequeños el número que nos ayuda a ordenar el mundo, también las letras. Nos iniciamos en el símbolo, esa forma que nos hace humanos y nos permite hacer uso de la palabra y congregarnos con los demás.

Sabemos que existimos y el saber nos permite ubicarnos, y no precisamente un saber erudito sino lo necesario para poder vivir. La razón de que aquellas enfermedades que afectan la memoria sean tan dramáticas porque tocan el corazón de lo que nos permite Ser. Como si el disco duro que almacena datos, y no sólo los de la propia historia sino todos los necesarios para entender el mundo, se decodificaran y la máquina quedara inservible.

Buscamos saber, de ahí la razón que el hombre quiera ir al espacio, indague los océanos, clasifique especies, almacene conocimientos en enciclopedias, reseñe la historia. Una sed insaciable de penetrar ese mundo que desconoce y que da un sentido a la existencia, pues entre más avanza, más falta por conocer. Porque, ¿acaso la hazaña de poner un pie en la luna, no es un paso tan ínfimo en relación al saber de la inmensidad del universo, comparable a pasar al frente de nuestra casa? Sin embargo esto no desanima, porque lo que anima es esa necesidad intrínseca de explorar, de averiguar, de ahondar en lo desconocido.

Es también la razón del éxito de tantos medios que nos permiten tener el conocimiento a la mano, todo lo que la comunicación de hoy ponen a nuestro alcance. Es que a cabalidad satisfacen esa búsqueda insaciable de llenar ese vacío de lo que no se sabe.

Desde niños estamos signados por la curiosidad, una condición que nos permite darle un sentido a la vida, que nos mantiene vivos, así sea la más vana. Y es que no se trata de si lo que mueve a alguien sea más valioso o no, aunque de hecho, algunos intereses lo sean más que otros, sino que ese querer saber es una forma de pertenecer al mundo: saber si el otro me quiere, qué piensa de mi. Saber de una ciencia, saber cómo combinar los colores para hacer una pintura, una búsqueda perenne de lo que no se sabe. Sabiduría de la vida porque si lo supiéramos todo, no habría sentido para vivir.

Pero de todo esto hay algo que podríamos preguntarnos, y es que en esa curiosidad tan vital, lo que nos hace retroceder es el conocimiento de nosotros mismos. Pareciera que allí se atravesara una barrera, un miedo muy particular, unas defensas insalvables. “Te voy a decir lo que pienso de ti” puede ser una frase que aterra. Y es que somos tan frágiles ante la mirada del otro que nos ve con nuestras fisuras y debilidades, que preferimos negárnoslo a nosotros mismos. Del narcisismo nos habló Freud, una condición muy humana de creer ser mejor de lo que somos, una imposibilidad, no de aceptar nuestros errores, es todavía peor, un dolor que se siente como una herida a la que no queremos exponernos, razón por la cual no queremos saber de ello.

Algo muy humano y entendible, pero también necesario de considerar porque cuando somos capaces de dejar caer la impostura, es posible que gire un poco el espejo, y nos muestre, no lo que queremos ver, sino lo que realmente refleja, y así la vida tenga un poco más de liviandad.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Enero 29 de 2011

lunes, 14 de febrero de 2011

Actividades psicoanalíticas



ANALÍTICA.
ASOCIACIÓN DE PSICOANÁLISIS DE BOGOTÁ
Da inicio a las siguientes actividades  

SEMINARIOS:
1. Técnica y ética en Freud y en Lacan. Seminario Clínico  Miércoles a las 7:30 pm. con periodicidad quincenal
 
2El quehacer clínico del psicoanalista. Seminario de casos
     Miércoles a las 7:30 p.m., periodicidad quincenal
     La participación en este seminario requiere entrevista.

3  No es una cura tipo: Psicoanálisis con niños. Seminario Clínico
Martes a las 6:30 p.m.

4Seminario: Primeras lecciones de Psicoanálisis
    Lunes de 6:00 a 8:00 p.m. periodicidad quincenal
    Inicia el 28 de febrero
    Cupo: mínimo 6 y máximo 10 participantes inscritos

5.
Seminario: El Síntoma social
    Jueves de 7:00 a 9:00 p.m. periodicidad quincenal
    Inicia el 4 de agosto.

GRUPOS:

6. Alfabeto Psicoanalítico
    Jueves a las 6:30 p.m., periodicidad semanal
       
7Grupo de estudio sobre Topología
     Lunes de 4:00 a 6:00 p.m., frecuencia semanal
     
8. Lectura de texto: Para introducir el Psicoanálisis hoy en día
    Seminario (2001-2002) de Charles Melman
    Lunes de 9:00 - 11:00 a.m.
    Cupo: 5 personas que cumplan con la condición de estar en análisis

9. Grupo sobre Psicoanálisis y Cultura
     Lunes a las 6:30 p.m. periodicidad quincenal    

10. Grupo de lectura del Seminario 3: Las Psicosis
     Lunes de 9:30 a 11.30 a.m., periodicidad semanal
     Inicia en abril con cupo para dos personas
    
11. La Conferencia Mensual
      Se envía la programación oportunamente.

12. Cine con Palabras.
      Ultimo viernes del mes, se envía la programación oportunamente.
                     
Los interesados en inscribirse, pueden dirigirse via email a inscripciones@analitica-apb.com, indicando sus datos. Las actividades se realizan en Bogotá, Colombia.

viernes, 11 de febrero de 2011

El diván virtual


¿Qué entendemos por resignación?

La palabra resignación puede ser entendida de muchas maneras. Nos resignamos ante la muerte, una condición que nos impone la vida y que exige que seamos fuertes y nos acojamos a su destino. Nos resignamos ante las pérdidas que no podemos remediar, una posibilidad que nos permite seguir viviendo sin abandonarnos al dolor y la autocompasión.

Sin embargo es importante tener en cuenta que a veces tomamos la resignación como una forma de comodidad, cuando la entendemos como una convicción de que las situaciones no se pueden mejorar, cayendo en la falta de acciones que modifiquen lo que vivimos. Algo de lo que padecemos bastante y nos afecta en el plano familiar y social, reflejado en muchas frases que usamos a diario que dejan ver la creencia de que las soluciones no están en nuestras manos.

Muchas veces decimos: “Para qué vamos a reclamar si eso no va a solucionar nada”, “Por qué voy a hacerlo yo, si los demás no lo hacen”, “Me voy a ganar un problema y nada va a cambiar”, “Mejor espero a que otro lo haga”, y así muchas que denotan que se vive el mundo como si no se hiciera parte de él, un borramiento de uno mismo como sujeto de la propia vida, que lleva a que las circunstancias que nos afectan permanezcan. Lo que no entendemos es que si no hay cambio, es precisamente porque no hemos participado para que se dé, y lo que queda es la queja y la frase, a veces triunfante, como si lo que importara fuera el vaticinio: “Yo ya sabía que iba a ser así”.

Una incapacidad para reconocernos como autores de lo que nos pasa, que se puede catalogar como una posición infantil que en el niño es entendible porque sus acciones todas, están direccionadas por el adulto, y si este no las asume, él poco puede intervenir. A veces seguimos obrando como si fuéramos niños, sin dar peso a nuestras decisiones y sin reconocer que nuestros actos, así sean por omisión, tienen consecuencias. De esta forma nos dejamos avasallar por las circunstancias, o acogiéndonos a lo que el otro quiere, sostenidos en la cómoda premisa de que así somos, como si no tuviéramos derecho a algo mejor.

Seguramente la razón de que situaciones familiares que podrían cambiar, sigan repitiéndose apoyadas en la repetida frase: “Yo mejor no digo nada”, o que las circunstancias de la ciudad en que vivimos, sufran en forma atávica de los mismos padecimientos como si no tuviera dolientes y como si su solución no correspondiera a los que la habitamos. Una forma de hacernos los locos frente a los que nos sucede, en la fantasía de creer que es a otro quien atañe dar soluciones y en una forma muy humana de disculparnos, cargarle todas las culpas sin siquiera preguntarnos qué tan partícipes somos de lo que sufrimos.

“Una golondrina no hace verano”, un dicho que nos sirve para exonerarnos. Y es verdad, ella no lo hace, pero sí puede hacer algo con él. Sin embargo para muchos es literal, una excusa para no asumir lo que a cada uno toca, dando lugar a que sea cierto que cuando los malos prosperan es porque los supuestamente buenos callan. Nos acostumbramos a quejarnos sobre todo con aquellos que no tienen la solución pero cuando hay que actuar retrocedemos, no denunciamos, no reclamamos, no proponemos, como si estuviéramos en una sociedad dormida que de antemano piensa que ya todo está perdido. Una resignación cómoda porque en el fondo sabemos que toda iniciativa tiene un costo, que no queremos pagar.

Hay una frase al parecer dura, pero es más duro no reconocerlo, dice: “sufrimos de lo que merecemos”, y seguramente no porque hayamos hecho algo para merecerlo, más bien porque no hemos hecho nada para cambiarlo y, en ese sentido, siempre será cierta. La fortuna es que hay salidas, sólo hay que buscarlas.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barraqnuilla, Colombia. Enero 22 de 2011

miércoles, 9 de febrero de 2011

Artículos y ponencias



El retrato del artista adolescente. Lectura de una escritura

James Joyce, escritor irlandés creador de una forma de decir, de contar su mundo. Posibilidad de recrear su historia, ¿para exorcizarse? Una suerte que no está al alcance de todos, pero para aquellos que la poseen, les permite describir, reflejarse y además leerse.

Esta historia, se dice que es autobiográfica, se llama Retrato del Artista Adolescente, publicada por primera vez en 1944 con el nombre de Stephen el Héroe. Y de hecho, este primer nombre era un buen título, es el héroe de su propia historia, como la de todos, aunque no todas puedan ser escritas y publicadas.

La obra de Joyce, poeta que deja hablar en voz alta su propio inconsciente, como decía Freud, nos permite una lectura, no de su vida, aunque algo nos diga de ella. Más que eso, nos ofrece la oportunidad, a través de su relato, de esa historización particular ligada a la condición de provocar un placer estético e intelectual, avanzar en una lectura que nos permite reconocer aquello de lo que se padece en ese tránsito al que el sujeto se ve abocado en su construcción: lo infantil, la latencia, la pubertad y adolescencia.

ALGO DE LO INFANTÍL

Al inicio conocemos a Stephen, un bebé que cuenta:

Allá en otros tiempos (y muy buenos tiempos que eran) había una vez una vaquita (¡mu!) que iba por un caminito y esta vaquita que iba por un caminito se encontró con un niñin, muy guapin, al cual le llamaban el nene de la casa[…]Su padre le miraba a través de un cristal: tenía la cara peluda[…]Él era el nene de la casa. La vaquita venía por el caminito donde vivía Betty Byrne. Betty Byrne vendía trenzas de azucar al limón[…]¡Ay! Las flores de las rosas silvestres en el pradecito verde[…]Esta era la canción que cantaba, era su canción[…]¡Ay! las floles de las losas veldes[…]Cuando uno moja la cama, aquello está calentito primero y después se va poniendo frío. Su madre colocaba el hule. ¡Qué olor tan raro![…]Su madre olía mejor que su padre y tocaba en el piano una jiga de marineros para que bailase él. Balaba. Bailaba: tralala lala, tralala lala[…]Tio Charles y Dante aplaudían[…]Eran más viejos que su padre y que su madre, pero Tío Charles era más viejo que Dante[…]Dante tenía dos cepillos en su armario. El cepillo con el respaldo de terciopelo verde era de Michel Davitt, y el cepillo con el revés de terciopelo verde era de Parnell. Dante le daba una gota de esencia cada vez que le llevaba un pedazo de papel de seda[…]Los Vances vivían en el número siete. Tenían otro padre y otra madre diferentes. Eran los padres de Eillen. Cundo fueran grandes, él se iba a casar con Eillen[…]Se escondió debajo de una mesa, su madre dijo: -Esthepen tiene que pedir perdón[…]Dante dijo: Y si no vendrán las águila y le sacarán los ojos, le sacarán los ojos, pide perdón, pide perdón.
Recuerdos infantiles, recuerdos encubridores, posibilidad del poeta de describir el mundo visto desde esa posición infantil, donde los objetos de amor se enlazan a los olores, las sensaciones, los temores, las amenazas, con cómo las cosas empiezan a ser percibidas.

Dice Lacan el seminario El Yo en la Teoría de Freud y en la Técnica Psicoanalítica:

Toda relación imaginaria se produce en una especie de tu y yo entre el sujeto y el objeto[…]Aquí es dondeinterviene el elemento simbólico. En el plano imaginario los objetos sólo se presentan ante el hombre en relaciones evanescentes[…]La vida instintiva del hombre se caracteriza por el desasosiego, la fragmentación, la discordancia fundamental, la no adaptación esencial, la anarquía que abre todas las posibilidades de desplazamiento, o sea de error[…]Aquí interviene la relación simbólica. El poder de nombrar los objetos, estructura la percepción misma[…]Si el sujeto humano no denomina, -como dice el génesis que se hizo en el paraíso terrenal- en primer lugar las especies principales, si los sujetos no se ponen de acuerdo sobre este reconocimiento, no hay mundo alguno, ni siquiera perceptivo, que pueda sostenerse por un instante.

Joyce nos dice de algo de lo que nos habla Lacan, ese mundo en construcción, fragmentos, pedazos, recuerdos, cosas hilvanadas y afectos relacionados.

LATENCIA

Stephen Dédalus, el nombre del protagonista aparece enseguida de la narración de esos recuerdos infantiles, un niño que es dejado en la escuela y a los compañeros les extraña su nombre. Le preguntan quién es su padre y él responde: un señor. Recuerda:

Al despedirse el día de la entrada en el vestíbulo del castillo, ella se había recogido el velo sobre la nariz para besarle.[…]Él se había hecho como si no se diera cuenta que su madre estaba a punto de echarse a llorar.[…]Después a la puerta del castillo, el rector con la sotana flotante a la brisa, había estrechado la mano a sus padres y el coche había partido con su padre y su madre adentro. -Adiós, Stephen, adiós.
Luego
Aprendía en el colegio, El aire de la tarde era pálido y frio, y a cada volea de los jugadores, el grasiento globo de cuero volaba como un ave pesada a través de la luz gris. Stephen se mantenía al extremo de la línea, fuera de la vista del prefecto, fuera del alcance de los pies brutales, y de vez en cuando fingía una carrerita. Comprendía que su cuerpo era pequeño y débil comparado con los de la turba de jugadores y sentía que sus ojos eran débiles y aguanosos.[…]Le corrió un escalofrío como si hubiera sentido junto a la piel un agua fría y viscosa. Había sido una villanía de Wells el empujarle dentro de la fosa, y todo porque no le había querido cambiar su cajita de rapé por la castaña pilonga de él, de Wells,[…]Qué fría y pegajosa estaba el agua.
Recuerda su familia:
Madre estaba sentada con Dante al fuego, esperaba que Brigida entrase con el té. Tenía los pies en el centro de la chimenea y sus zapatillas adornadas estaban calientes, ¡calientes! Y tenían un olor tan agradable. Todos los chicos le parecían muy extraños. Todos tenían padres y madres y trajes y voces diferentes. Y deseaba estar en casa y reclinar la cabeza en el regazo de su madre. Pero no podía, y lo que quería, por lo menos, era que se acabaran el juego y el estudio y las oraciones para estar en la cama.
Añoranzas, remitirse a los lugares familiares para soportar la realidad. El olor de la madre, el calor, la tibieza de un ambiente conocido. Y sus preguntas por el saber:
Dante sabía la mar de las cosas. Le había enseñado donde estaba el canal de Mozambique y cuál era el rio más largo de América, y el nombre de la montaña más alta de la luna.[…]Wells se acercó a Stephen y le dijo: Dinos Dédalus, ¿besas a tu madre por las noches antes de irte a la cama? Stephen contestó: sí. Wells se volvió a los otros y dijo: Mirad, aquí hay uno que dice que besa a la madre todas las noches antes de irse a la cama. Los otros chicos pararon de jugar para voltear a mirar, riendo. Stephen se sonrojó ante sus miradas y dijo: No, no la beso. Welss dijo: Mirad aquí hay uno que dice que no besa a la madre antes de irse a la cama. Todos se volvieron a reír. Stephen trató de reír con ellos. En un momento se azoró y sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. ¿Cuál era la respuesta correcta? Había dos y, sin embargo Wells se reía. Pero Wells debía saber porque estaba en tercero de gramática.

PUBERTAD
Más adelante en su casa, es navidad, por su edad le permiten asistir a la cena de los mayores, empieza a enterarse del mundo. La política, la religión, las ideas de su padre, ya Dante no sabe tanto. Discuten, su madre apacigua, el padre vocifera a favor de una religión que se confunde con la política, palabras soeces, ataque a los sacerdotes, defensas, ninguno se pone de acuerdo. Es lo primero que ve de un mundo al que lo empiezan a dejar entrar. La política irlandesa, la oposición a Inglaterra, la marca de dos idiomas, la rebelión.

En el colegio nuevamente cosas que no sabe:
Cuéntanos Athy. ¿Sabéis que se largaron esos? Os lo diré, pero tenéis que hacer como que no lo sabéis. Dínoslo.[…]Los pescaron con Simón Moonan y Boyle, el de los camellos, una noche en los lugares.[…]¿qué estaban haciendo? Besuqueándose.[…]Stephen observó las caras de sus compañeros pero todos estaban observando hacia el otro lado del campo. Necesitaba preguntar a alguien[…]¿Qué significaba aquello de besuquearse en los lugares?[…]Era una broma pensaba[…]Boyle el de los camellos, algunos chicos le llamaban la señorita Boyle, porque siempre se estaba arreglado las uñas[…]Eyleen tenía también las manos finas, frescas y delgadas. Eran como mármol, sólo que blandas.[…]Ella le metió la mano en el bolsillo donde tenía la suya propia y Stephen sintió entonces el frescor, la delgadez y la ternura de aquella mano.[…]¿Pero por qué en los lugares? Allí se iba cuando se tenía alguna necesidad
Preguntas que empiezan a aparecer, preguntas del despertar sexual, dudas y falta de respuestas, también el inicio del caer de la inocencia. Momento en que en Stephen también empieza a aparecer algo de una decisión. Se le perdieron sus gafas, ha sido castigado injustamente y el prefecto no se había acordado de su nombre, sabe que debe hablar con el rector:

Cuando se acabara la cena, al salir del comedor no tirar por el tránsito adelante sino subir por la escalera que conducía al castillo[…]Los de su mesa se levantaron también. Él se levantó y salió en la fila con los demás. Había que decidirse. El estaba llegando a la puerta. Si seguía adelante con los chicos ya no podría subir a ver al rector[…]Y si iba y le seguían dando palmetazos lo mismo, todos los chicos harían burla de él y andarían diciendo cosas del pequeño de Dédalus que había ido al rector a quejarse del prefecto de estudios,[…]Ya estaba marchando por la estera y veía la puerta delante de sí. Era imposible, no podía.
Y una reflexión acerca de su nombre:
¿Por qué no se había acordado el prefecto de su nombre? ¿Era que no lo estaba escuchando cuando lo dijo o era que quería hacer burla del nombre? Los grandes hombres de la historia habían tenido nombres como aquel y nadie se había burlado de ellos[…]Había llegado a la puerta y, torciendo rápidamente a la derecha, trepó escaleras arriba[…]Vio al rector que estaba sentado a una mesa escribiendo. Había una calavera sobre la mesa y un olor solemne y extraño en la habitación[…]Muy bien dijo el rector, yo mismo hablaré con el padre Dolan. ¿Estás contento?[…]Les contó lo que le había dicho y lo que le había contestado el rector, y cuando hubo terminado, todos los chicos arrojaron las gorras dando vueltas por el aire y gritaron ¡Hurra![…]Estaba solo, estaba libre, se sentía feliz.

ACERCA DEL PADRE

Una mañana, dos grandes carros de mudanza habían parado delante de la puerta y unos mozos habían entrado a empellones dentro de la casa y se habían puesto a desmantelarla. Stephen los había visto avanzar pesadamente por el camino de Merrion, desde la ventana del tren donde estaba sentado junto a su madre. Su madre tenía los ojos enrojecidos[…]Estaba sentado al lado de su padre escuchando atentamente su largo e incoherente monólogo. Poco o nada entendía de él, pero poco a poco empezó a darse cuenta que su padre tenía enemigos[…]También sintió que le habían alistado para la batalla y que le habían echado sobre la espalda cierta obligación.
Observa a su padre:
La tarde en que los bienes fueron vendidos, Stephen siguió mecánicamente a su padre por la cuidad de taberna en taberna[…]Las humillaciones habían venido una tras otra[…]La taza de Mr Dédalus había temblequeado en el platillo, mientras Stephen moviendo la silla y con toses fingidas procuraba ocultar las vergonzosas señales de la correría alcohólica la noche pasada[…]Caminaba al lado de su padre escuchando historias que ya conocía, escuchando una vez más las historias de aquellos calaveras que habían sido los compañeros de juventud de su padre[…]Un vago malestar temblaba en su corazón[…]Notó que la voz de su padre se deshacía en una carcajada: una carcajada que era casi un sollozo[…]Oyó que el sollozo se hundía sonoramente en la garganta de su padre y un impulso nervioso le hizo abrir los ojos. La luz del sol, al romper de improviso contra sus pupila, transformaba las nubes y el cielo en un mundo fantástico de masas sombrías[…]Apenas si podía interpretar los letreros de las tiendas. Porque aquella monstruosa vida suya lo había arrojado más allá de de los límites de lo real[…]No podía responder a las llamadas de la tierra, ni de los hombres, sordo e insensible a la voz del verano y al gozo y la camaradería, ahíto y descorazonado de oír el sonido de las palabras de su padre. Apenas si podía reconocer como propios sus pensamientos.

Encuentro con lo Real, la caída del padre, el reconocimiento de aquello ya sabido, pero que se muestra en toda su magnitud, especialmente en la historia del protagonista cuyo padre y sus circunstancias, hacen más trágico el paso del púber entre el tiempo de fascinación y el desengaño traumático.

Se le nubló de repente el recuerdo de su niñez. Trataba de evocar sus vividos incidentes y no podía. Sólo recordaba nombres[…]Una señora de edad que tenía dos cepillos en su armario. Y enseñaba geografía a un niño pequeñito. Qué extraño era el pensar que él había dejado de existir de este modo, no a través de la muerte, sino desvanecido al sol, perdido y olvidado […] Su niñez estaba muerta o perdida y con ella el alma propicia a las alegrías elementales.
Momento de la caída de la promesa infantil, decepción. Catástrofe subjetiva: el padre no tiene recursos para lidiar con su goce. ¿Cómo puede dárselos a él? Reactivación del desamparo original. No hay saber, no hay quien lo tenga. Conmoción del mundo, donde ya nada se ve de la misma forma. Momento de angustia, pero también de posibilidad. No es casual entonces, que en seguida, el relato se dirige al descubrimiento del protagonista de su sexualidad.

Había estado errando por un laberinto de calles estrechas y sucias […] Cruzaban de casa a casa mujeres vestidas con trajes largos y chillones, perfumadas y despaciosas. Un temblor se apoderó de sus ojos y se le nublaron […] Era otro mundo, se había despertado de una somnolencia de centurias […] Buenas noches, rico […] y ella avanzó hacia él que permanecía en el centro de la habitación y le abrazó alegre y reposadamente. Sus brazos redondos le ceñían contra ella; su cara se levantaba mirándole con una tranquila seriedad que él sentía tibiamente en el movimiento alterno y reposado de los pechos. Sentía la necesidad de romper en sollozos […] Entre aquellos brazos sentía haberse vuelto fuerte, impávido, seguro de sí mismo. Pero sus labios no se habían de inclinar para besarla […] De pronto ella volvió la cabeza y le oprimió los labios con los suyos[…]Era demasiado, cerró los ojos y se entregó a ella, en cuerpo y alma, sin conciencia de cosa de este mundo.
Encuentro con su sexualidad, de ese Real biológico que irrumpe desestabilizando lo simbólico y lo imaginario. Descubrimiento enmarcado en el poder que de alguna manera adquiere por haber ganado dinero con una composición, situación que le permitirá solventar gastos de la casa, que su padre no está en capacidad de dar. Stephen sigue con sus deberes de colegial, sus ritos religiosos en el colegio de Jesuitas con los que siempre se ha formado. La novedad de la sexualidad lo hace avanzar en encuentros desenfrenados llenos de culpa, hasta alcanzar a reconocer la desmesura, no sólo en la genitalidad:

Cenó con devorador apetito y cuando se acabó la cena y sólo quedaron los platos grasientos abandonados sobre la mesa, se levantó y fue hacia la ventana, limpiándose con la lengua la boca de los residuos de la comida y lamiéndose los labios para quitar la grasa de ellos. Hasta aquel estado había ido a dar, hasta aquel estado de bestia que se relame de la carnaza[…]Su alma se estaba tumefactando, y cuajándose en una masa grasienta que se iba hundiendo llena de oscuro terror en un crepúsculo amenazador y sombrío, y mientras tanto, aquel cuerpo suyo laxo y deshonrado, buscaba con ojos torpes, huérfano, humano y conturbado, un Dios bovino en quien poder fijar la mirada.
Ante esa caída de lo humano que ya no da respuesta, de ese padre, ese Otro que se sabe no está, se acoge a Dios, se acoge a las palabras dónde la culpa y la mortificación le permiten un marco dónde ponerse.

Sus ojos estaban empañados de lágrimas y, mirando humildemente al cielo, lloró por su inocencia perdida[…]Pero, ¿es que esa parte del cuerpo comprende o qué?[…]Claro que debe comprender, cuando desea así, en un momento y luego prolongar pecaminosamente su propio deseo instante tras instante[…]¡Qué cosa tan horrible! ¡Quién formó así esa parte del cuerpo capaz de comprender y de desear bestialmente![…]El susurro cesó y entonces comprendió claramente que era su propia alma la que había pecado voluntariamente mediante su cuerpo, de pensamiento, palabra y obra. Confesarse[…]Cada uno de sus sentidos estaba sometido a una rigurosa disciplina[…]Sus ojos evitaban todo encuentro con ojos de mujer[…]No cambiaba nunca conscientemente de posición en la cama, se sentaba en las posturas menos cómodas, sufría pacientemente todo picor o dolor[…]Cada uno de sus tres rosarios que rezaba cotidianamente, eran ofrecidos para que su alma creciera más vigorosamente.

Una búsqueda en aquello conocido para enmarcarse en algún saber que le permita aliviar la angustia. Necesita un Dios, algo que lo tranquilice. La confesión. El uso de la palabra para ponerle un marco a aquello que lo angustia y de lo cual no sabe.

Le humillaba y le avergonzaba pensar que no se vería libre de él (el pecado) jamás, por muy santamente que viviese, por muchas virtudes y perfecciones que llegase a alcanzar. Siempre existiría en su alma un inquieto sentimiento de culpa: se arrepentiría, se confesaría, sería absuelto, se volvería a arrepentir, a confesar, le volverían a absolver: todo inútil […] Pero la prueba más indudable de que su confesión había sido válida era –lo veía muy bien- la enmienda de su vida […] Porque he enmendado mi vida, ¿verdad? se preguntaba.

Cuando lo imaginario y lo simbólico tambalean por efecto de la irrupción de lo Real, cuando lo identificatorio se mueve, la búsqueda de una salida se encuentra en las palabras escuchadas, en los modelos al alcance. Para Stephen, en ese momento su recurso es la religión. Coincide con su formación y con los deseos de sus profesores, quienes lo invitan a hacerse sacerdote.

ADOLESCENCIA
Le habla el director del colegio:

¿Has sentido alguna vez vocación?[…]Recibe este llamamiento[…]ese el mayor honor que el omnipotente puede otorgar a un alma. No hay rey ni emperador en la tierra que tenga el poder de un sacerdote de Dios[… el poder de las llaves, el poder de atar y desatar los pecados, el poder del exorcismo[…]el poder de la autoridad de hacer que el gran Dios del cielo baje hasta el altar y tome la forma de pan y vino[…] ¡Qué tremendo poder Stephen.
Duda, cuando el director le tiende la mano:

Nunca había desobedecido, nunca había tolerado que sus compañeros turbulentos le apartasen de sus hábitos de tranquila obediencia, y aún así, si algunas veces había dudado de lo afirmado por un profesor, nunca había hecho alarde de dudar abiertamente. Pero recientemente algunos de los juicios emitidos por ellos le habían parecido un poco pueriles y había sentido pena como si estuviera saliendo lentamente de un mundo familiar y oyera su lenguaje por última vez[…]Libertó despacio su mano que ya había consentido débilmente en la alianza[…]De pronto una difusa intranquilidad comenzó a propagarse por todos sus miembros.[…]Siguió a esto un latir febril de sus arterias y un zumbido de palabras incoherentes llevó de aquí para allá la línea constructiva de sus pensamientos. Los pulmones se le dilataban y se le contraían como si estuviera respirando un aire tibio, húmedo y enrarecido.

Dice Lacan en el seminario Los escritos Técnicos de Freud:

Con su propio cuerpo el sujeto emite una palabra que, como tal, es palabra de verdad, una palabra que él ni siquiera sabe que emite como significante. Porque siempre dice más de lo que quiere decir, siempre dice más que lo que sabe que dice.

Implicación del cuerpo, momento de la angustia. La angustia aquello que no engaña, momento de transición donde el sujeto sabe que va a dejar de ser lo que era antes, pero no sabe lo que será después. Interrogantes de Stephen, caída de saberes y encuentro con algo de su propio deseo.
Nunca había de ser el sacerdote que balancea el incensario ante el tabernáculo. Su destino era eludir todo orden, lo mismo el social que el religioso. La sabiduría del llamamiento religioso no le había tocado en lo vivo. Estaba destinado a aprender su propia sabiduría aparte de los otros o a aprender la sabiduría de los otros por sí mismo, errando entre las acechanzas del mundo.
Dice Freud que nuestras mejores virtudes han nacido en calidad de reacciones y sublimaciones sobre el terreno de las peores disposiciones. Es lo que encontramos en este momento del héroe:

Un agrio olor a berzas podridas le llegaba de las huertas situadas en la cuesta, sobre el río. Sonrió al pensar que era este desorden, este desgobierno y confusión de la casa paterna y de la putrefacción de la vida vegetal lo que había de coronar aquel día suyo. Y un breve golpe de risa le subió a los labios al acordarse de aquel solitario cultivador de las huertas que caían a la espalda de su casa, al cual había puesto el sobrenombre de El hombre del sombrero.[…]Y otro golpe de risa, provocado, tras una pausa por el primero, salió de él involuntariamente al pensar en el modo que el hombre aquel tenía de trabajar: contemplaba alternativamente los cuatro puntos cardinales y luego clavaba a desgana en tierra el azadón.
La risa humana es una caída, ¿tenemos los hombres un agujero en el alma? Es una frase que leí alguna vez en un libro de otro poeta, y era lo único que podía hacer Stephen. En una casa donde el reloj se tenía que colocar de lado para que anduviera y aún así, siempre estaba atrasado una hora y media, un padre que no pagaba las cuentas y una madre que gozaba bañándolo hasta cuando empezó a ir a la universidad, lo que quedaba era reírse. Caída del padre, agujero en el alma, posibilidad de crear.

Trabajo de IPM presentado en la Fundación Psyque. Cartagena de Indias. Colombia.