lunes, 20 de junio de 2011

Seminario. Clase siete


La metáfora paterna y lo que representa la ley

Nuestro seminario trata del padre, de la metáfora paterna y su relación con la ley, un tema difícil de abordar frente al cual hemos ido, a partir de rodeos necesarios, acercándonos a los conceptos esenciales.

Ahora seguiremos algunos apartes de El deseo y su interpretación, allí donde Lacan nos ofrece el grafo del deseo y sus pisos, para entender esos primeros tiempos estructurantes donde:

Sin lugar a dudas el orden simbólico, como distinto de lo real, entra en lo real como la reja de un arado e introduce en él una dimensión original.
Las anteriores palabras encontradas en el seminario La relación de objeto me parecen propicias para entender de qué se trata ese grafo, donde en diversos pisos encontramos cómo ese que aún no habla y que después hablando llegará el momento del Che vuoi, ¿Qué me quiere el Otro? Un “me” que nos dice algo distinto a si fuera planteado: ¿me quiere el Otro?

En el primer y segundo piso del esquema se trata de la diferencia de un nivel infans del discurso, no es siquiera necesario que el niño hable todavía para que esa marca, esa impronta puesta por la demanda sobre la necesidad se ejerza al nivel de los gritos alternantes. […] La segunda parte del esquema implica que aún si el niño no puede todavía sostener un discurso, igual ya sabe hablar, y bien pronto. Cuando digo que sabe hablar quiero decir que se trata, a nivel de la segunda etapa del esquema, de algo que va más allá de la captura en el lenguaje. Hay relación, hablando con propiedad, por cuanto hay llamado al otro como presencia, sobre el fondo de un sentido de ausencia.
¿No es acaso lo anterior eso que vemos en los pequeños, cuando decimos que ya tienen el mundo en la cabeza? Reconocen tantas cosas, han absorbido el mundo y sus significantes de tal manera que escuchan atentos y son diligentes al encontrar o mirar lo que el otro, queriendo averiguar qué tanto saben, los someten a pruebas que ellos muy atentos responden. Hay una relación y no sólo a la palabra, también a ese otro que demanda, hay respuesta pero ¿hay un deseo? Si seguimos a Lacan si lo hay, un deseo del Otro que está ahí para reconocerlo, para que a través de ese reconocimiento pueda reconocerse. Algo que al parecer no se da sino en la indefensión, en la experiencia traumática. Es por eso que el ejemplo de la Mantis religiosa tiene todo su valor, una forma de escenificar el vacío en el cual, no sin angustia, es posible la entrada del orden simbólico como distinto de lo real.

En mi discurso del año pasado creí deber advertirles y proyectar por anticipado una fórmula que les indicara la relación de la angustia esencial con el deseo del Otro. Para quienes no estuvieron allí recuerdo la fábula, el apólogo, la divertida imagen que me propuse erigir por un instante: yo mismo revistiendo la máscara animal con la que se cubre el brujo de la gruta de los tres hermanos. Imaginé ante ustedes hallarme frente a otro animal éste verdadero, y para la ocasión supuestamente gigantesco, el de la mantis religiosa. Y como además yo no sabía cuál era la máscara que me cubría, Imaginarán fácilmente que tenía algunas razones para no encontrarme tranquilo, dada la posibilidad de que, por azar, esa máscara no fuese inadecuada para llevar a mi partenaire a algún error acerca de mi identidad. Bien subrayada la cosa cuando agregué que en ese espejo enigmático del globo ocular del insecto yo no veía mi propia imagen.
Podríamos pensar que Lacan exagera cuando casi nos asusta con sus apólogos, pero sólo con pensar que esto, obviamente matizado, es algo que a diario nos sucede, porque ¿acaso no es común seguir sujetos a aquello que el otro quiere porque en esa hiancia, esa presencia primitiva del deseo del Otro como opaco, como oscuro, estamos sin recursos? No es la razón también de que aun habiendo pasado por ese momento crucial, sin embargo, y es la característica del neurótico, sigue sujeto a lo que quiere el Otro? Al parecer ese espacio donde el deseo del otro se muestra opaco, donde no puedo saber qué quiere, ¿qué me quiere? aparece el sin recursos que debe dar cuenta del propio deseo, ¿allí donde no veo mi propia imagen?

Y aquí podríamos volver a incluir el tema de la libertad con el que empezamos nuestro seminario. ¿No es en este momento crucial donde el niño intuye su presencia como falo imaginario, que evidencia esa imagen en la que se ha convertido?

Entre los avatares de la demanda y lo que tales avatares le hacen devenir, y por otra parte esa exigencia de reconocimiento por el otro, que podemos llamar exigencia de amor, donde se sitúa un horizonte de ser para el sujeto de quien se trata, de saber si el sujeto puede alcanzarlo o no. Es en ese intervalo, en esa hiancia que se sitúa la experiencia que es la del deseo, aprehensible primero como siendo del deseo del Otro y en cuyo interior el sujeto ha de situar su propio deseo. Su propio deseo como tal no puede situarse sino en ese espacio.
Sabemos por experiencia cómo es de difícil abordar lo que tiene que ver con el propio deseo. Algo de lo que muchos hablan y de lo cual se culpa a todo el mundo, principalmente a la madre, pero en lo cual deberíamos tener un poco más de rigor, y es que el deseo propio no se da sin angustia, porque es allí donde un significante falta, dónde no habrá guía que imponga derrotero, donde la propia pregunta: ¿qué me quiere? hace tambalear al Otro. Otro que sostiene y al cual, y sin proponérnoslo o, tal vez si, ¿seguimos pidiendo, con tal de no saber de esa hiancia, que nos coarte la libertad?

Seguramente porque no es fácil estar ahí ante esa mantis religiosa, ante lo desconocido no sólo del otro sino lo que muestra el desconocimiento propio. Es la castración que sabemos remite a la caída del falo, al derrumbamiento de alguien todavía poderoso, a la muerte. Es de lo que lo simbólico dará cuenta cuando cubre a medias un real inabarcable, insondable y trágico. Como decía el escritor Joseph Conrad para explicar por qué escribe: “Es que la vida no soporta que se la mire muy de cerca”. Parafraseándolo: es que el vacío no soporta que se lo mire muy de cerca. Y paradójico, porque es allí y sólo allí donde puede aparecer el deseo.

Y hablando de creación y recreando lo anterior de acuerdo a nuestras raíces, hay dos personajes que debido a su don, lograron con su voz y su presencia que multitudes los siguieran, algo que no le es dado a todos. Y tal vez por esto son ellos los que nos permiten ver con mayor claridad lo que en el mundo de los comunes está escondido, también, porque siendo seres del espectáculo, donde pareciera que todo está más permitido, evidencian dos vidas similares pero también disímiles. Similares en que ambos se asomaron al abismo, disímiles en que a uno algo lo sostuvo, el otro fue tragado por él.

Si el orden de lo simbólico entra en lo real como la la reja de un arado introduciendo una dimensión original, podemos preguntarnos qué dimensión original escribiría estas dos vidas. Seguramente no lo sabremos, pero sí podemos rastrear algunos de sus decires en las canciones que marcaron su existencia.

Uno de ellos es Hector Lavoe, un personaje con cuya vida se podría poner en escena la tragedia moderna, un hombre de triunfos, de excesos y de grandes dolores. Que después de verlo adorado por su mundo al que le cantaba y encumbrado a los lugares en que cualquiera en su arte hubiera querido llegar, él mismo se derrumba por la adicción, para aparecer muchas veces grabado tratando de cantar, como si todavía no entendiera que ya no era el que era y entregarse a los demás como un despojo.

El otro, Joe Arroyo, un ser que también habitó el submundo después que conoció la gloria, lo infrahumano del abandono de sí mismo en aras de la droga, pero que logra varias veces salir airoso para al final de su carrera poder estar lúcido y alcanzar a disfrutar lo que su público, agradecido por todo lo que le había dado, le quería retribuir. En ambos podríamos pensar en Freud y su artículo: Los que fracasan al triunfar pero también podemos leer algo de lo que ellos, sin saberlo, nos pueden explicar, pues ahí en lo simbólico está escrito algo de su verdad.

No es de extrañar entonces que una de las canciones de Lavoe, cantada con toda la entrega con que atrapaba a su público dijera: "Yo soy la fama, soy aquel que la gente reclama pero nadie puede comprender. Mi madre dijo no creas ser un gran tenorio, pararás en un sanatorio y allí la fama has de perder". ¿Acaso sus últimos días no fueron una escenificación de lo que eso decía?

Y por qué no pensar que el Joe Arroyo escenifica también lo cantado, cuando al final de su trayecto puede recibir el tributo que la vida le debe, que podríamos pensarlo como una de sus canciones en las que algunas frases dicen: “Sentí una pena con el ayer, hay que malo fue. A mí que tanto llore, me paré. Ahora sé que le gané, derroté. Echao pa lante, ahora tu va a ver, tengo una apuesta que se llama fe. Hoy reconozco que me equivoqué. Me paré”.

El uno se paró y el otro se derrumbó, vidas similares con finales diferentes. ¿Qué se escribió en ese primer tiempo del ¿Qué me quiere el otro? Ni ellos mismos lo sabrán, sólo la vida lo muestra y algo de lo que muchas veces repitieron sin saberlo.

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