jueves, 30 de junio de 2011

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El diván virtual


¿Sufrimos más de lo necesario?

La respuesta es sí, y no sólo por las circunstancias a las que por estar vivos nos vemos sometidos, también por lo que imaginamos. Imaginamos cómo debe ser el mundo en que vivimos, algo necesario para estar en él, el problema radica en que esa concepción puede ser demasiado estrecha, limitada e inamovible.

Cada cual tiene su forma de mirar el mundo a través del cuadrito que le quedó destinado y cuando lo no esperado aparece, cuando no encaja, puede llevarnos al desespero. Hay algo paradójico, y es que al poseer tantos adelantos que hoy la vida nos ofrece, hace que sea más difícil soportar lo que falla. Tener todo a la mano nos hace más impacientes y más quejumbrosos, más exigentes y menos tolerantes.

Somos seres de la naturaleza, pero lo que concierne al ser humano no tiene nada de natural, sólo su cuerpo. El resto está lleno de variaciones y complejidades que, seguramente, aquel que está consciente de ello sabrá sortear y hasta disfrutar. Pero vivimos controlando variables imposibles, creyendo que haciendo esto pasará esto, y como las cosas siempre toman el rumbo que les está destinado y no precisamente el que hemos imaginado, no es raro que aparezca la inconformidad, la rabia, también el rumiar como una piedra en el zapato, lo que debió ser y no fue.

Vivir pensando en lo que no fue es algo muy común, lo que no advertimos al hacerlo, es el tiempo valioso que perdemos. Es que nos cuesta aceptar la vida en su dimensión real, una realidad que esquivamos con justificaciones y retaliaciones.

Otra condición que nos hace la vida más dura sucede cuando pretendemos saber todo, imponiendo lo propio como la verdad absoluta, sin entender que cada persona tiene una forma diferente de mirar las cosas. Desconocerlo es lo que lleva a grandes desencuentros, en la pareja, entre los padres y los hijos, entre los hermanos y los amigos.

También hay otra forma de sufrir que por ser muy común nos parece normal, y es el miedo a gozar. Lo vemos expresado en el creer que si reímos mucho es porque algo nos espera para llorar, una especie de culpa que no permite disfrutar las cosas buenas en la certeza de que si tenemos un rato de felicidad, luego, con sufrimiento nos va a ser cobrado. Y sucede porque vivimos de lo que nos es legado, consignas que repetimos y pocas veces cuestionamos.

Frases como: “Yo no me tomo en serio”, “Yo hago las cosas por no dejar”, “No hay amigos en la vida”, “Quiero y después que lo tengo no me gusta”, “Hago que todo está bien”, “Espero, me da miedo actuar”, “Yo soy muy de malas”, “Me da pánico hablar”, “Siempre pienso que las cosas me van a salir mal”, “No confío en los demás”, “Yo mejor no digo nada”. Tantas y tan comunes, y son ellas las que hacen el cuadrito que nos permite mirar, para encontrarnos siempre con lo que dicen.

Pero los que más sufren son aquellos donde los síntomas son más graves, como el fóbico, el cual se ve impedido en muchas de sus acciones por miedos irracionales que él mismo sabe que son injustificados. O el obsesivo, que aferrado a lo que le causa sufrimiento no puede apartarlo de su pensamiento. Y el histérico, aquel que vive en la insatisfacción, además aquejado de enfermedades, razón por la cual Freud, que era médico, encontró el inconsciente y su formulación del Psicoanálisis a partir de esas dolencias. Enfermos en los que el cuerpo hablaba lo que ellos no podían formular con palabras. Palabras que al aflorar, calman el dolor de la existencia, ese dolor humano. Como decía Nietzsche demasiado humano.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Mayo 7 de 2011

sábado, 25 de junio de 2011

El diván virtual


¿Es mejor ser rico que pobre?

Esta es una frase expresada por un personaje nacional que ha dado mucho de que hablar, y si ha sido así es porque algo debe estar diciendo. Podríamos concluir que si lo afirmó, es porque en algún momento pudo haber pensado lo contrario, que era mejor: “Ser pobre que rico”. ¿No será este un pensamiento que está arraigado en nuestro medio, por lo cual hacemos parte de un país subdesarrollado o tercer mundista, cuya característica es ser pobre? ¿No tendrá que ver con cierta manera de pensar?

Hay algo innegable que queda oscurecido cuando se explican las causas de la pobreza, atribuida siempre a que la generan los poderosos, razón que no es falsa, pero tampoco es la única. Lo que queda oscurecido es que no se trata solamente del otro que avasalla, también se trata de una posición frente a la vida, de una pobreza interior. De un malentendido transmitido y padecido en el que se cree que sólo se puede salir de ella, si logra ser un campeón mundial o, robando, estafando, traficando y hasta matando.

“Es un hijo de papi”, decimos para referirnos a los hijos de los ricos que habitan nuestro país. Y de ellos suponemos que tienen todas las ventajas y los contactos para lograr sus aspiraciones, lo que no podemos negar y en muchos casos es cierto. Pero también es cierto que en hogares en que abunda la pobreza también encontramos muchos hijos de papi, también hijos de mami donde son los padres los que sostienen grandes familias, a sus hijos con sus hijos y en los cuales la consideración por el que solventa todo, es casi inexistente. Una postura cómoda de creer que todo les debe ser dado y donde asumir sus propias responsabilidades, está lejos de lograrse.

Seguramente la razón, muy inconsciente, que se pueda creer que es mejor ser pobre que rico, porque al pobre le dan y al rico siempre le están pidiendo. Una realidad común que podemos ver fácilmente en muchas familias, en las cuales, cuando alguno logra descollar y ganar un poco más que el resto, pasa al lugar del Super tío, del Super hermano, del que no solamente se espera debe repartir con los demás lo que con su esfuerzo se ha ganado, sino que también pasa a ser, si no lo hace, el mezquino que se cree de mejor familia. Una circunstancia difícil de superar porque el progreso que se pudo conseguir, se ve acompañado de una sensación de culpa por estar en una posición que los otros no han podido alcanzar.

También reina la idea de que al rico le ocurren más desgracias y que son menos buenos que los pobres. Y, al parecer, ser pobre también tiene sus ventajas porque en la calamidad siempre es asistido y considerado por su situación y como no tiene para dar, nada se espera de él, por lo cual nunca podría ser tildado de mezquino. No siente culpa por no poder ayudar y siendo su situación realmente precaria, ver que los demás si tienen, le permite más fácilmente creer que lo que le falta, no es porque no ha hecho el esfuerzo para buscarlo, sino que es el otro quien no lo ha querido proveer.

Estar en una situación de pobreza es entendible, pero estarlo siempre llama a sospecha, algo más debe estarla sosteniendo. Sabemos que progresar no es fácil, y menos si se ha vivido en situaciones extremas, asimismo, es verdad que todas las posibilidades no están dadas en un estado con tantas falencias. Pero también es cierto que somos nosotros los que conformamos el estado, como integrantes de un pensamiento colectivo que tendríamos que reflexionar, porque si logramos tener claro que “Es mejor ser rico que pobre”, como muy sabiamente lo dijo Pambelé, empezaremos a dejar los caminos que nos llevan siempre a la misma pobreza. Donde la auto conmiseración, la victimización, la comodidad y la culpa, no sea lo que nos guie, sino la pujanza y las ganas de trabajar y producir, que es lo único que permite salir de ella.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla. Abril 30 de 2011

miércoles, 22 de junio de 2011

lunes, 20 de junio de 2011

Seminario. Clase siete


La metáfora paterna y lo que representa la ley

Nuestro seminario trata del padre, de la metáfora paterna y su relación con la ley, un tema difícil de abordar frente al cual hemos ido, a partir de rodeos necesarios, acercándonos a los conceptos esenciales.

Ahora seguiremos algunos apartes de El deseo y su interpretación, allí donde Lacan nos ofrece el grafo del deseo y sus pisos, para entender esos primeros tiempos estructurantes donde:

Sin lugar a dudas el orden simbólico, como distinto de lo real, entra en lo real como la reja de un arado e introduce en él una dimensión original.
Las anteriores palabras encontradas en el seminario La relación de objeto me parecen propicias para entender de qué se trata ese grafo, donde en diversos pisos encontramos cómo ese que aún no habla y que después hablando llegará el momento del Che vuoi, ¿Qué me quiere el Otro? Un “me” que nos dice algo distinto a si fuera planteado: ¿me quiere el Otro?

En el primer y segundo piso del esquema se trata de la diferencia de un nivel infans del discurso, no es siquiera necesario que el niño hable todavía para que esa marca, esa impronta puesta por la demanda sobre la necesidad se ejerza al nivel de los gritos alternantes. […] La segunda parte del esquema implica que aún si el niño no puede todavía sostener un discurso, igual ya sabe hablar, y bien pronto. Cuando digo que sabe hablar quiero decir que se trata, a nivel de la segunda etapa del esquema, de algo que va más allá de la captura en el lenguaje. Hay relación, hablando con propiedad, por cuanto hay llamado al otro como presencia, sobre el fondo de un sentido de ausencia.
¿No es acaso lo anterior eso que vemos en los pequeños, cuando decimos que ya tienen el mundo en la cabeza? Reconocen tantas cosas, han absorbido el mundo y sus significantes de tal manera que escuchan atentos y son diligentes al encontrar o mirar lo que el otro, queriendo averiguar qué tanto saben, los someten a pruebas que ellos muy atentos responden. Hay una relación y no sólo a la palabra, también a ese otro que demanda, hay respuesta pero ¿hay un deseo? Si seguimos a Lacan si lo hay, un deseo del Otro que está ahí para reconocerlo, para que a través de ese reconocimiento pueda reconocerse. Algo que al parecer no se da sino en la indefensión, en la experiencia traumática. Es por eso que el ejemplo de la Mantis religiosa tiene todo su valor, una forma de escenificar el vacío en el cual, no sin angustia, es posible la entrada del orden simbólico como distinto de lo real.

En mi discurso del año pasado creí deber advertirles y proyectar por anticipado una fórmula que les indicara la relación de la angustia esencial con el deseo del Otro. Para quienes no estuvieron allí recuerdo la fábula, el apólogo, la divertida imagen que me propuse erigir por un instante: yo mismo revistiendo la máscara animal con la que se cubre el brujo de la gruta de los tres hermanos. Imaginé ante ustedes hallarme frente a otro animal éste verdadero, y para la ocasión supuestamente gigantesco, el de la mantis religiosa. Y como además yo no sabía cuál era la máscara que me cubría, Imaginarán fácilmente que tenía algunas razones para no encontrarme tranquilo, dada la posibilidad de que, por azar, esa máscara no fuese inadecuada para llevar a mi partenaire a algún error acerca de mi identidad. Bien subrayada la cosa cuando agregué que en ese espejo enigmático del globo ocular del insecto yo no veía mi propia imagen.
Podríamos pensar que Lacan exagera cuando casi nos asusta con sus apólogos, pero sólo con pensar que esto, obviamente matizado, es algo que a diario nos sucede, porque ¿acaso no es común seguir sujetos a aquello que el otro quiere porque en esa hiancia, esa presencia primitiva del deseo del Otro como opaco, como oscuro, estamos sin recursos? No es la razón también de que aun habiendo pasado por ese momento crucial, sin embargo, y es la característica del neurótico, sigue sujeto a lo que quiere el Otro? Al parecer ese espacio donde el deseo del otro se muestra opaco, donde no puedo saber qué quiere, ¿qué me quiere? aparece el sin recursos que debe dar cuenta del propio deseo, ¿allí donde no veo mi propia imagen?

Y aquí podríamos volver a incluir el tema de la libertad con el que empezamos nuestro seminario. ¿No es en este momento crucial donde el niño intuye su presencia como falo imaginario, que evidencia esa imagen en la que se ha convertido?

Entre los avatares de la demanda y lo que tales avatares le hacen devenir, y por otra parte esa exigencia de reconocimiento por el otro, que podemos llamar exigencia de amor, donde se sitúa un horizonte de ser para el sujeto de quien se trata, de saber si el sujeto puede alcanzarlo o no. Es en ese intervalo, en esa hiancia que se sitúa la experiencia que es la del deseo, aprehensible primero como siendo del deseo del Otro y en cuyo interior el sujeto ha de situar su propio deseo. Su propio deseo como tal no puede situarse sino en ese espacio.
Sabemos por experiencia cómo es de difícil abordar lo que tiene que ver con el propio deseo. Algo de lo que muchos hablan y de lo cual se culpa a todo el mundo, principalmente a la madre, pero en lo cual deberíamos tener un poco más de rigor, y es que el deseo propio no se da sin angustia, porque es allí donde un significante falta, dónde no habrá guía que imponga derrotero, donde la propia pregunta: ¿qué me quiere? hace tambalear al Otro. Otro que sostiene y al cual, y sin proponérnoslo o, tal vez si, ¿seguimos pidiendo, con tal de no saber de esa hiancia, que nos coarte la libertad?

Seguramente porque no es fácil estar ahí ante esa mantis religiosa, ante lo desconocido no sólo del otro sino lo que muestra el desconocimiento propio. Es la castración que sabemos remite a la caída del falo, al derrumbamiento de alguien todavía poderoso, a la muerte. Es de lo que lo simbólico dará cuenta cuando cubre a medias un real inabarcable, insondable y trágico. Como decía el escritor Joseph Conrad para explicar por qué escribe: “Es que la vida no soporta que se la mire muy de cerca”. Parafraseándolo: es que el vacío no soporta que se lo mire muy de cerca. Y paradójico, porque es allí y sólo allí donde puede aparecer el deseo.

Y hablando de creación y recreando lo anterior de acuerdo a nuestras raíces, hay dos personajes que debido a su don, lograron con su voz y su presencia que multitudes los siguieran, algo que no le es dado a todos. Y tal vez por esto son ellos los que nos permiten ver con mayor claridad lo que en el mundo de los comunes está escondido, también, porque siendo seres del espectáculo, donde pareciera que todo está más permitido, evidencian dos vidas similares pero también disímiles. Similares en que ambos se asomaron al abismo, disímiles en que a uno algo lo sostuvo, el otro fue tragado por él.

Si el orden de lo simbólico entra en lo real como la la reja de un arado introduciendo una dimensión original, podemos preguntarnos qué dimensión original escribiría estas dos vidas. Seguramente no lo sabremos, pero sí podemos rastrear algunos de sus decires en las canciones que marcaron su existencia.

Uno de ellos es Hector Lavoe, un personaje con cuya vida se podría poner en escena la tragedia moderna, un hombre de triunfos, de excesos y de grandes dolores. Que después de verlo adorado por su mundo al que le cantaba y encumbrado a los lugares en que cualquiera en su arte hubiera querido llegar, él mismo se derrumba por la adicción, para aparecer muchas veces grabado tratando de cantar, como si todavía no entendiera que ya no era el que era y entregarse a los demás como un despojo.

El otro, Joe Arroyo, un ser que también habitó el submundo después que conoció la gloria, lo infrahumano del abandono de sí mismo en aras de la droga, pero que logra varias veces salir airoso para al final de su carrera poder estar lúcido y alcanzar a disfrutar lo que su público, agradecido por todo lo que le había dado, le quería retribuir. En ambos podríamos pensar en Freud y su artículo: Los que fracasan al triunfar pero también podemos leer algo de lo que ellos, sin saberlo, nos pueden explicar, pues ahí en lo simbólico está escrito algo de su verdad.

No es de extrañar entonces que una de las canciones de Lavoe, cantada con toda la entrega con que atrapaba a su público dijera: "Yo soy la fama, soy aquel que la gente reclama pero nadie puede comprender. Mi madre dijo no creas ser un gran tenorio, pararás en un sanatorio y allí la fama has de perder". ¿Acaso sus últimos días no fueron una escenificación de lo que eso decía?

Y por qué no pensar que el Joe Arroyo escenifica también lo cantado, cuando al final de su trayecto puede recibir el tributo que la vida le debe, que podríamos pensarlo como una de sus canciones en las que algunas frases dicen: “Sentí una pena con el ayer, hay que malo fue. A mí que tanto llore, me paré. Ahora sé que le gané, derroté. Echao pa lante, ahora tu va a ver, tengo una apuesta que se llama fe. Hoy reconozco que me equivoqué. Me paré”.

El uno se paró y el otro se derrumbó, vidas similares con finales diferentes. ¿Qué se escribió en ese primer tiempo del ¿Qué me quiere el otro? Ni ellos mismos lo sabrán, sólo la vida lo muestra y algo de lo que muchas veces repitieron sin saberlo.

miércoles, 8 de junio de 2011

El diván virtual


¿Nos cuesta decir no?

Seguramente sí. Decir sí es más fácil porque se está de acuerdo y en el acuerdo no hay mucho que perder. Decir no implica una posición frente a algo, sobre todo cuando el no, no es una respuesta refleja de aquel que siempre está en desacuerdo.

La relación con los demás no es algo que se dé por sentado, es toda una construcción que se produce en medio de muchas dudas porque siempre tendrá que ver con la aprobación que buscamos del otro. Es la razón de que en muchas ocasiones aceptemos situaciones, que en el fondo sabemos que son inadmisibles, pero por temor a herir al otro y sobre todo perderlo, la palabra verdadera se amordaza.

Una forma de actuar que no podríamos catalogar de hipocresía, pero sí de incongruente. Porque: ¿por qué pensar que el otro no sería capaz de soportar la herida? O, ¿Por qué creer que el otro tiene más derecho a no ser herido que uno el derecho a decir lo que piensa? También, ¿por qué se tendría que pagar tan caro su presencia hasta el punto de anularse?

Buscar el reconocimiento está dado por estructura, además necesario para avanzar, por eso afirmar que a uno no le importa lo que los demás digan está más cerca del engaño que de la verdad. Siempre nos importará, de ahí que sigamos la moda y busquemos vernos agradables para los demás. También la necesidad de triunfar en lo que hemos elegido y compartirlo, evidente en los festejos y felicitaciones que aparecen cuando culminamos un objetivo largo tiempo ansiado.

La razón es que el deseo aunque sea íntimo y particular está asociado a la sanción social, una mirada que esperamos porque nos vemos en el otro como en un espejo. Y no es de extrañar, ¿acaso nuestra constitución no se inicia en esa mirada que nos recibe y acoge cuando todavía no sabemos hablar? Otra cosa es seguir preso de esa omnipotencia que lleva a la inmovilidad y a la duda constante, dejándonos en la impotencia y la falta de satisfacción.

Un lugar de sometimiento, a veces, no a alguien especial sino frente a cualquiera que hace sentir que la vida sólo pasa, pero que no pasa nada en ella, manifiesto en un aburrimiento constante o en un dolor que no se sabe a qué obedece pero que se siente.

Una sensación de sentirse siempre en desventaja, a aceptar en lo que se intuye que se puede salir dañado, a hacer del comodín que los otros necesitan. Porque inconscientemente se eleva al otro a una posición de saber y poder que nadie tiene, una magnificación que deja al que así lo imagina a merced del que ha encumbrado y en los que la defensa es el aislamiento y el silencio. También la agresividad.

Tomar una posición es saber que hay opciones posibles y en las que se hace necesario hacer una elección. Es un momento de soledad, es una decisión intransferible que cuando se transfiere, en aras de agradar, siempre dejará un mal sabor y sobre todo una culpa porque en el fondo se sabe que no se estuvo a la altura, no de alguien más, sino de uno mismo.

No hay nada que produzca más tristeza que la culpa por ceder ante lo que queremos, y sucede porque ni siquiera sabemos qué queremos, ya que cuando está claro, así sea en medio de titubeos, nos sorprende nuestra propia audacia para conseguir lo que nunca habíamos pensado lograr. En la vida podemos poseer muchos bienes, recibir todos los dones que nos quieran dar, pero lo que realmente nos hace sentir vivos sucede cuando en una posición ética frente a nosotros mismos y a los demás, podemos decir sí o no, asumiendo las consecuencias, que es el costo que pagamos por lo que queremos.

Escrito de IPM publicado en el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Abril 23 de 2011

miércoles, 1 de junio de 2011

Lecturas recomendadas


El amor al revés. Ensayo sobre la transferencia psicoanalítica.
Gérard Pommier

Suele ocurrir que un análisis comience en un clima de euforia. La transferencia obrará primero sobre seguro, en particular cuando efectos terapéuticos inmediatos vengan a darle una mano. De lo cual hay que congratularse, sin duda, sobre todo si esos resultados se mantienen, pero todavía hay que averiguar qué cosa los ocasiona. Prevalece la sensación de que estos beneficios deben ser atribuidos al descubrimiento del saber inconsciente, pero el descifrado del síntoma no garantiza por sí sólo la permanencia del efecto terapéutico más allá de la verdad de la transferencia. En realidad el desenvolvimiento de la cura muestra que es la transferencia la que prueba su fuerza gracias al inconsciente, y es ella la que por consiguiente, contabiliza, más bien que al saber descubierto, los primeros efectos terapéuticos.

Así ocurre con ciertos juegos de palabras desopilantes, o incluso con hábiles conexiones significantes. Aunque estos montajes vistos desde fuera, parezcan a veces ineptos, aunque su lógica parezca a veces incierta, tienen de todos modos beneficiosas consecuencias porque su operación ha brindado un apoyo a la transferencia. Cuando un psicoanalista da cuenta de su práctica sólo con estos elementos, está lejos de ser siempre convincente.

Ahora bien, el analista en cuestión puede, como los que le prestan oído eventualmente burlón, darse cuenta que el descubrimiento que ha fascinado a su paciente no corresponde en absoluto, o no corresponde aún, al término del saber inconsciente que convendría. Y, sin embargo, en muchos casos, un descubrimiento imperfecto o francamente lateral al problema, provoca una intensa exaltación intelectual (lo que es comprensible) y un notable efecto terapéutico (lo que se comprende menos)

[…] ¿Por qué habría que atribuir a la transferencia esta eficacia? ¿Se trata solamente de un efecto de sugestión ni más ni menos duradero que el que corresponde a la brujería, la religión o en cierta medida, a la propia medicina, aunque la debiera a su equipamiento científico? Esta analogía carece de pertinencia, y por una razón muy simple: para que haya sugestión, todavía se precisa que el psicoanalista sugiera algo (la curación, por ejemplo). Ahora bien, justamente no es así. Además, el procedimiento terapéutico mencionado concierne únicamente al análisis porque sucede al descubrimiento de una secuencia de saber inconsciente. Cuando durante la cura, esta secuencia, a menudo mínima o, a veces poco comprensible, ha sido descubierta, lo que se le supondrá entonces al analista es la totalidad de un saber sobre el inconsciente. De ahí un robustecimiento de la transferencia y un efecto terapéutico cuya fuerza es inconsciente, contrariamente a la sugestión, por principio siempre verbalizada.

[…] Donde mejor andará, pues, el analizante es en la incomprensión y en circunstancias más bien opacas. A menudo sin que se percate siquiera de ellas muchas pequeñas miserias –jaquecas, anginas, ardores gástricos, etc- que ni pensó que pudieran tener un origen psíquico, se disiparán. Basado en estos resultados, un analizante puede considerarse satisfecho y aprestarse a salir del análisis. Inclusive puede hacerlo efectivamente considerándose curado. Por desgracia a menudo no se necesita más para que los síntomas resurjan, sobre todo si el analista consintió apresuradamente a una interrupción. En efecto si se considera que la transferencia vale para una generalidad del síntoma pues funciona como un intercambiador universal de todas las formaciones del inconsciente, es preferible hacer gala de prudencia en lo que atañe al fin o más bien la interrupción del análisis. Una mejoría no prueba nada, especialmente cuando se asienta sobre el mero efecto terapéutico de la transferencia.

[…] La unilateralidad del narcisismo tiene el desagradable inconveniente de menospreciar la persona del prójimo Y, a despecho de las descripciones bíblicas, nos resulta un tanto difícil amar en el otro otra cosa que lo que nos permite amarnos. Y el resultado se aleja un poco de lo que recibe comúnmente el nombre de amor. […] La inmensa mayoría de los seres humanos sadizan mentalmente a una parte considerable de la humanidad, reduciéndola a una condición de sufrelotodo. […] Como persona “total”, nuestro prójimo resulta no solamente un extraño, sino que su presencia impone una violencia que ya ni siquiera notamos, tanto nos hemos habituado a desviarla, merced a la pulsión, hacia algunas actividades comunes como beber, comer, fumar, actividades a las que nos entregamos más o menos compulsivamente en cuanto estamos con otros.

[…] La sesión psicoanalítica (cuyo dispositivo refrena toda actividad pulsional comunitaria) devela la presencia de otro en lo que tiene de más despojado. La transferencia analítica abre una perspectiva que ninguna otra relación humana incluye, la de una reducción de la persona del analista al objeto. A este precio, la presencia del analista es una dura prueba cuando se descubre hasta esa desnudez, pues entonces ya nada viene a equilibrar la unilateralidad del narcisismo. ¿Con qué extenuante trabajo se enfrenta la presencia? ¿Qué está en juego, si no las exigencias del narcisismo, ya que son ellas las que la pulsión descubre en el dispositivo? La seguridad, la ferocidad unilátera de que el Yo se sostiene en la vida ordinaria deja de tener curso durante la cura porque, por principio, el Otro de la transferencia no emprenderá nunca la lucha de prestancia habitual y, por consiguiente, ya no le aportará ningún sostén. La fatiga resultante nace del esfuerzo cumplido por el analizante cuando se confronta con esa presencia: extenuante justamente por no demandarle nada.

Apartes del libro El Amor al Revés. Ensayo sobre la transferencia en psicoanálisis. Amorrortu editores. 1995