domingo, 4 de mayo de 2014

El diván virtual

Una historia
Hay un relato muy conocido propicio para abrir este escrito, especialmente por lo que le pasa al protagonista que no es ajeno a lo que, en ocasiones, nos ocurre a nosotros. Se trata de un elefante, un animal muy fuerte que con su enorme cuerpo lo anuncia, sin embargo, si ha tenido la suerte, y no digamos buena de caer en manos del hombre, toda esa fortaleza se ve reducida si es amarrado a una estaca.

Una historia real, es la forma usada en algunos circos para detenerlos y contenerlos en el lugar al que deben estar confinados. La pregunta de la narración es: ¿por qué ese animal descomunal queda sometido ante tan pequeño impedimento? La respuesta es sencilla, sucede que desde bebé fue amarrado a ella y sus intentos siempre infructuosos le hacen desistir, hasta el punto que ya adulto y pudiendo fácilmente escapar, desconoce su propia fuerza.
Nosotros somos muy diferentes al elefante, no sólo por la morfología, también porque hablamos. O sea, poseemos el lenguaje que nos permite conocer el mundo, nombrarlo y modificarlo, pero muchas veces nos comportamos como él y cualquier estaca nos detiene ante retos que son superables pero que vemos muy grandes.

Y nadie se salva, cada uno tiene su forma de limitar su propio movimiento, obviamente sin saber, como nuestro elefante que por no dudar del poder de lo que en apariencia lo tiene preso, no intenta siquiera un empujón más fuerte. Y si para él es difícil para nosotros lo será más, porque ni siquiera sabemos a qué estamos atados, sólo que ante ciertas situaciones damos vueltas sin poder avanzar. ¿Acaso no vemos personas que por un temor específico a un animal o a una situación que no amerita ese miedo, limitan sus movimientos, sus alcances, su vida?

Además, en nuestro caso la estaca no está afuera, la cargamos dentro y nos inmoviliza para progresar, para crear y para amar. Hay algunas llenas de resentimiento que impiden el avance porque las respuestas frente a los demás están llenas de odio y de rabia. Otras, cargadas de temor paralizan sin permitir la defensa y lo queda es el sometimiento. Algunas hacen depender de una droga, del alcohol, del juego, o de cualquier objeto que supuestamente brinde bienestar, incluidos en ellos las personas a las que aún queriendo no se les puede  olvidar o abandonar.

Y la causa son palabras repetidas, recuerdos que se reprimieron, mensajes bien guardados que por haberlos vivido y escuchado desde niños, como el elefante, ni siquiera los dudamos y nos comandan la vida. A veces aparecen en los sueños pero son tan incomprensibles que, aunque sintamos que algo nos dicen no lo podemos descifrar, aprender a hacerlo nos puede ayudar, así como preguntarnos por frases que siempre repetimos. Todos tenemos un repertorio particular.

Claro que esto es lo más difícil porque somos tan complejos que por comodidad o costumbre terminamos amando al palo que nos tiene presos. Si le pusiéramos voz humana a nuestro personaje de la historia y le dijéramos que se puede soltar, insistiría, además molesto, en que no, que ya lo intentó. Y tiene razón, lo hizo y falló.  ¿Acaso eso es razón suficiente? No. Pero ya lo decía Freud, el mayor impedimento  de una cura es la resistencia del que dice que se quiere curar. Pero es que no sabe, como el elefante, vive engañado.

Escrito de IPM para el periódico El Heraldo de Barranquilla, Colombia. Noviembre 16 2013 

jueves, 1 de mayo de 2014

Retazos Biográficos


René Laforgue en 1913 a los 19 años lee, en alemán La Traumdeuntung, dice:

René Laforgue
Me acuerdo perfectamente de la impresión que me produjo: me sentía escéptico. Y sin embargo con el sentimiento indefinible de algo grande, que me superaba, en lo que no podía profundizar por falta de experiencia. Volví a leer el libro en el 16-17 y no comprendí mucho más, al menos conscientemente. Pero es probable que la lectura de este libro me armara para descubrir una realidad afectiva detrás del lenguaje de los esquizofrénicos.
Entendible entonces su otro relato, cuando era residente en un hospital psiquiátrico en Estraburgo:
 
Aún recuerdo una escena famosa: en el servicio de los hombres me dirigí a un esquizofrénico que, según me aseguraban, se estaba pudriendo en su rincón desde hacía más de doce años, siempre de pie, siempre solo, sin hablar jamás, protegido por un muro de malos olores, orina, excremento, en el cual se encerraba con obstinación. Todo el mundo intentaba disuadirme de preguntarle nada: “Con éste, doctor, pierde usted su tiempo, es irremediablemente idiota y demente, incapaz de responder”. A pesar de todo le hice la pregunta siguiente: “¿Responde quién eres? El enfermo frunció las cejas y por fin me respondió ante la gran sorpresa del personal: “Soy el caballo de Nancy con la mujer encima”. Espontáneamente le dije: “Buenos días Juana de Arco, estoy encantado de verte”. El enfermo sale de su rincón, se viene a mí, me tiende los brazos con lágrimas en unos ojos yermos desde hacía doce años y grita en una lengua que todo el mundo entiende: “Por fin, gracias a Dios ya no estoy solo en esta tierra, he aquí un hombre que me comprende”. Y dejé que me besara ante la gente atontada. Tres semanas después el enfermo ya no chocheaba. Tuve que ir a verlo todos los días y pasearme media hora con él”.
Tomado de La Batalla de Cien Años. Historia del Psicoanálisis en Francia I.  Elizabeth Roudinesco