Los cursos psicoanalíticos de Jacques-Allain Miller.
Tendrían los hombres idea del amor si las mujeres no les enseñaran? En verdad, es dudoso. Para ambos sexos eso empieza con la madre. Es cierto que aquello que se da no lo es todo. También están el arte y la manera: si se considera el modo en que se hacen los regalos, puede decirse que el arte y la manera de dar valen más que dar mucho. Los japoneses son muy buenos para dar naderías rodeadas de una pompa sensacional. Me ha ocurrido recibir regalos de japoneses. Debo decir que eran de lo más exquisito, aunque fuesen naderías. También se puede pensar en esa ceremonia con la que saben rodear la producción de una taza de té. Es un gran despliegue de artificios, de maneras, de arte, para, finalmente, muy pocas cosas: un pequeño vertimiento que, gracias al arte y la manera, toma el valor de un elixir, de una quintaesencia. En el amor es igual. Si ustedes no lo rodean de una suerte de ceremonia, el pequeño vertimiento tiene un valor muy, muy relativo.
Con el alimento, es igual. A tal punto que hace unos años, al volver de Japón, hice una pequeña anorexia. Si en Kyoto los alimentan durante una semana con comidas que constan de un considerable número de platos, a cual más pequeño –donde hay una cosita escondida, envuelta, una miniatura de alimento, bocaditos, semibocados con la superficie ocupada esencialmente por el delicadísimo envoltorio–, al regreso, cuando vuelven a los churrascos, el puré, la cabeza de ternera, las pezuñas de cerdo, se dicen: Ya no puedo comer eso, y se vuelven un poquito anoréxicos. Al regresar de allí demandamos nada, encontramos que aquí todo es excesivamente pesado. En Japón se aprende a consumir nada. Es delicioso.
Esto contrasta con lo que se llamó la sociedad de la abundancia. Pero, para que esa nada tenga valor, debe venir por añadidura, debe ser un suplemento; un suplemento de nada.
En nuestras calles de la sociedad de la abundancia se multiplican los mendigos. ¡Qué figura fascinante es el mendigo! Hoy no puede hacerse su elogio: son desempleados. Es muy difícil recuperar el valor eminente que el mendigo tuvo en la historia, antes que el trabajo se volviera un valor esencial, antes que entrara en el superyó. Hubo una cultura de la mendicidad, un mito del mendigo. En el Medioevo, volverse mendigo era un recurso. Ustedes dejan todo por el amor de –por el amor de Dios, por el amor de Cristo, por el amor de una mujer–, y se van a pasear su falta por el mundo; así dan a los otros la oportunidad de hacer buenas acciones –por el amor de Dios–. Solución formidable, devenir así (por otra parte suelen ser más bien hombres que mujeres) una falta ambulante, una falta peregrina. Claro que hoy pueden caer bajo la crítica de ser una boca inútil. Hoy se trata mal a las bocas inútiles. Pues bien, es lo contrario: las bocas inútiles son muy útiles. Se consagran a hacer presente el agujero; un agujero con derechos sobre quienes tienen, sobre quienes están colmados. Es una invitación a que éstos se descompleten.
Lamentablemente, los mendigos se transformaron en holgazanes. El término holgazán [fainéant] data de 1321. Holgazán es quien hace nada [fait néant]. ¡Es formidable ser holgazán! Pero en cierto momento de la historia del buen Occidente ya no se pensó más que en poner a trabajar a los holgazanes, en extraer su fuerza de trabajo para la producción. Eso permitió convertirlos en desempleados para que los otros trabajen tanto más y por mucho menos –ese es el uso del desempleado–. Debería honrarse al holgazán. En efecto, hacer nada es angustiante. A veces, para librarse de la angustia, uno hace algo, no importa qué; se mueve, se agita.
Tomo estos atajos para hacer el elogio de algo que las mujeres han logrado en Occidente: que los hombres respeten la nada. No lo lograron tanto en Japón, pero sin duda no lo necesitaban, pues allí todo el mundo respeta la nada. En Occidente lograron, en el curso de una larga elaboración del amor, que los hombres respetaran la nada. Piensen en ese momento distinguido por Lacan, el del amor cortés. Un retoño del amor cortés es el preciosismo. Floreció en el siglo XVIII, especialmente en Francia, donde se vieron las mayores expresiones de esa gigantesca empresa de educación del hombre por parte de las mujeres. Además, en el siglo XVIII el gusto mismo se convirtió en un problema teórico. Se indagó cómo hacer para que las maneras se refinaran y que, en vez de caer sin vueltas sobre el objeto de la necesidad, se empezara a hacer lo que villanos y toscos llamarían zalamerías.
El cortesano es una forma pulida del caballero. Su aparición estuvo vinculada con el crecimiento del Estado, que exigió dejar en la puerta la lanza, la espada, la armadura. Hoy en día, curiosamente, en algunas culturas se observa cierta renuncia femenina. El feminismo, en las formas estridentes que a veces toma en Estados Unidos y que quizá nos llegarán de allí, el feminismo valeroso, guerrero –ellas son las que toman la lanza, la espada y la armadura–, está quizá fundado en una decepción, la de que el hombre sigue siendo un burro, es radicalmente ineducable, y para que se comporte tal vez haya que amenazarlo sin cesar con las iras de la ley. En Francia y entre los latinos todavía es diferente. Para una mujer, sigue siendo esencial el signo de amor.
Ella busca el signo de amor en el otro, lo espía. Quizás a veces lo inventa. El signo de amor es tan frágil, tan fugaz, que hay que hablar de él con todos los miramientos. El signo de amor es a la vez mucho menos y mucho más que la prueba de amor. La prueba de amor siempre pasa por el sacrificio de lo que se tiene, es sacrificar a la nada lo que se tiene, mientras que el signo de amor es una nadería que se marchita, que decae y se borra si no se la trata con todos los miramientos, si no le testimonian todas las consideraciones.
“¿Estás aquí?”
Lacan distinguió entre la demanda simple y la demanda de amor. La demanda simple ya tiene un efecto de significantización de la necesidad; más allá, la demanda es demanda de amor, es decir, demanda de nada o “demanda incondicional de la presencia y de la ausencia”, como dice Lacan en “La dirección de la cura y los principios de su poder”. ¿Por qué demanda “de la ausencia”? La presencia es el puro llamamiento a que el Otro esté y dé signos de su presencia; que al menos diga que está, que dé signos de su existencia; que responda, pues, al llamamiento, o que llame para decir simplemente: “Aquí estoy”. Ahora bien, que el Otro diga “Aquí estoy” por cierto sólo tiene su valor extremo, vital, si no está. Es en ese caso cuando en verdad vale algo. Si el Otro está aquí, dándoles la mano, y ustedes son muy sofisticados, pueden aún demandarle: “¡Dime que estás aquí!”; sobre todo si el señor que les da la mano es un obsesivo, que justamente piensa en otra cosa. Podemos entonces exigir “¿Estás aquí?” aun en presencia del Otro. Pero en fin, el hecho de que diga “Aquí estoy” tiene su valor vital cuando él no está. Por eso Lacan, en su Seminario XX, decía que la carta de amor tiene una función eminente en el amor. En general, solo se envía una carta a alguien que precisamente no está. En todo caso, es el testimonio de un tiempo en el que el Otro no estuvo, hasta ese instante en el que se redacta la carta. La ausencia del Otro es también la mía, y toda carta de amor dice: “Tú no estás aquí” y, en tu ausencia de mí y en mi ausencia de ti, estamos juntos, estás conmigo. También existe el teléfono. A veces un llamado telefónico se torna estrictamente equivalente al don del amor.
Entonces, por un lado la demanda, y por el otro la demanda de amor. Está la demanda que tiene algo por objeto, es decir, la demanda del objeto de la necesidad –tengo hambre, tengo sed, etcétera–: allí el objeto, aunque pase por la demanda que lo significantiza, es algo. Y está la demanda de amor, que apunta radicalmente a la nada –un simple signo, una nadería–. En la conjunción entre la demanda y la demanda de amor, está el deseo. Si el objeto en la demanda es algo, y en la demanda de amor es nada, el objeto del deseo es como una amalgama entre algo y nada. Lo que Lacan llamará objeto a –y se hará célebre– es el significante de algo en conexión con nada. Si la demanda de amor apunta a la nada, en asuntos del deseo no puede desatenderse la insistencia de algo –algo absolutamente particular–. Además, en el amor es esencial la relación con el Otro, que distribuye los signos de amor y del cual se espera el signo de amor, mientras que el deseo se sustrae de esta relación con el Otro. El deseo tiene más bien relación con algo en el Otro, y por eso puede ser angustiante.
El deseo, según la fórmula que Lacan propondrá en el Seminario XI, involucra en ti algo más que tú: involucra en el Otro un elemento no conocido por el Otro mismo, que pertenece a la intimidad más reservada del Otro, una intimidad incluso no conocida por ese Otro. Por eso propuse utilizar, para esa zona del Otro, el término “extimidad”. Mientras que el amor depende de los signos del Otro, el deseo está enganchado, estimulado por algo desapegado del Otro. A eso se debe que Lacan, tras haberlos construido en continuidad, se vea llevado a oponerlos. Lo hará bajo una forma dialéctica, marcando que en cierto modo el amor y el deseo tienen la misma estructura, que en el deseo se reencuentra lo incondicional de la demanda. Para articularlos, Lacan dice que hay como un trastrocamiento en el que lo exigido en el amor, lo sin-condición del amor, se invierte. En el amor, el sujeto está sometido al Otro, pero en el deseo lo incondicional se invierte. Si el amor está ligado al Otro, el deseo está ligado a algo desapegado de este Otro, algo que Lacan llamará la causa del deseo.
Con la causa del deseo, el sujeto ya no queda sujeto al Otro. A este respecto, el deseo es una relativa emancipación respecto de los signos de amor. Un deseo decidido –puede reprochársele– no siempre se preocupa demasiado por los signos de amor. Pero eso no está bien. Hay que saber que el deseo decidido no excusa todo. A deseo decidido, amor tanto más cortés.
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Tomado del psicoanalistalector. Blog de Fernando Peusner