Ser madre
Hay que tener los hijos cuando se es joven, dice el consenso. Una afirmación con la que podríamos estar de acuerdo, no sólo por lo que atañe a la biología, que en la juventud nos hace más aptos y con la energía necesaria para asumir el reto, también, porque en ese tiempo sabemos menos de lo que nos espera y somos más osados para cualquier aventura. Porque es innegable que ser madre es toda una hazaña.
Las madres son las más homenajeadas, y con razón, pero también las más culpadas. Lo que no nos debe extrañar porque aquel que está en un lugar de poder, siempre va a ser juzgado. Y no hay mayor poder que el de una madre, sobre el hijo, claro. Es ella la que le ha dado la vida y lo ha cuidado para que sobreviva, ¿existe algo más grande que eso?
Un poder que en los inicios de la relación el bebe exige, esos cuidados sin los cuales intuye que no puede vivir, de ahí su angustia al ser cargado por alguien diferente, ya algo entiende. Más tarde lo seguirá demostrando en la dificultad para desprenderse al entrar al colegio, y en los años siguientes esperando siempre su ayuda, aprobación y apoyo, que cada una dará a su estilo. Algunas angustiadas, demasiado, otras más serenas. Unas rígidas, severas, diferentes a las que todo lo complacen y poco exigen, pero siempre presentes para sostenerlo cuando se cae porque no sabe caminar, y luego, cuando se cae porque perdió, porque lo agredieron, porque lo abandonaron, por todo lo que en la vida hace sufrir.
La madre, ese ser con un poder que nadie le puede enseñar a ejercer y menos, en qué momento abandonar, si eso fuera posible. De ahí que las mayores dificultades en esta particular relación comiencen en la adolescencia, ese tiempo de inestabilidad para el hijo y también para la madre. Porque, cómo lidiar con esa personita tan conocida y cercana que empieza a transformarse físicamente, lo cual ya es un desafío que señala un tiempo que no volverá para la mujer que habita en la madre. Pérdida difícil, sumada a la de una posición desde la cual ya no podrá regir los destinos del hijo, que ahora todo lo confronta y a diferencia de otros tiempos, sabe, en ocasiones, más que ella.
Cómo disfruta una madre, pero también cómo sufre. Especialmente porque al querer la felicidad de su hijo insiste, como cuando era pequeño, en decirle lo que tiene que hacer y, porque aún él quiera complacerla, no podrá. Intervienen tantos elementos nuevos, la sexualidad, el amor, su ser particular, los intereses disímiles y los cambios en la cultura que van dejando a esa madre obsoleta aunque ella se sienta actual. El cambio generacional no es sólo un concepto, es una herida que se siente en el cuerpo, que separa lo que antes estuvo unido y contribuye a grandes desencuentros.
Y aún así seguirá ahí, para consolarlo, ayudarlo y sobre todo, acogerlo. Es una relación irreventable, aunque en algunas no sea evidente el amor, si lo será la dificultad para contenerse, para no decir lo que se tiene en la punta de la lengua. Y es que, cómo no ser fisgona, cómo saber relacionarse ahora con ese del cual se creía saber todo y ahora casi nada.
Al parecer, crecer es volverse a parir sin romper fuente, y allí cada madre entenderá que el parto no fue lo más doloroso, un sentir que se renueva ya no en el cuerpo, pero que igual a los inicios, tener ese hijo con sus alegrías y penas, será siempre, dicho o callado, lo más importante.
Escrito de IPM publicado en el periódico El Herlado de Barranquilla, mayo 19 2012